Cuando las cosas parecen fáciles

fEs lo que tiene que te traigan al mundo sin mayor esfuerzo por tu parte. Te encuentras todo hecho, comida, dormida, caricias, calor, amor… ¡qué bonito y todo para mí!
Sólo abrir la boca y ya tienes en la mano lo que quieres. Alguien está pendiente de ti para procurarte cuanto requieres. ¡Mamá, pis! Y en menos que canta un gallo ya te han atendido. Ningún problema.
Hay de todo en este lugar. Ahora quiero esto, luego aquello; me aburro; eso no me gusta, quiero lo que tiene aquel…
Pasa el tiempo y vas descubriendo que las cosas cuestan, que no todo es gratis, que nadie ha nacido con todo resuelto. Quien más quien menos ha tenido que sudar de lo lindo su camiseta.
Luego vendrán los parabienes, las loas, las exageraciones, las mitificaciones… y se olvida aquello de que para hacer una tortilla antes hay que cascar huevos. Yo diría que incluso machacarlos.
Francisco “el buenagente”, José Luis Cortés dixit, tal vez nació en alta cuna, pero bien que se lo curró a partir del momento en que se percató de por dónde le apretaban las costuras. Esta circunstancia le llegó muy pronto; claro que por entonces se vivía mucho más deprisa, no como ahora que chupamos del frasco carrasco hasta una juventud adulta mayormente exagerada y no nos tiran de la casa materna ni que nos pongan un apartamento amueblado en el París de la France.
La cosa sucedió un buen día en que el chaval se dio de bruces con una persona enferma de lepra. Asustado por el soniquete de la campanilla, se escondió entre la espesura…

Más asustado aún después del beso de lo que lo había estado antes, diciéndose a sí mismo ¡madre mía, qué he hecho!, corrió a esconderse entre unas ruinas. Y, casualidad o fatalidad, chiripa o sinergia, sindéresis o serendipia, resultó que eran de la ermita de San Damiano, famoso en aquella Italia del siglo XII.
Allí pasó lo que pasó. Veámoslo…






Y tras aquel momento de iluminación, todo estuvo para él mucho más claro, clarito clarito.
Pero una cosa digo: no debiéramos olvidar los antecedentes para quedarnos sólo con los consecuentes. No sabríamos en verdad de qué estaríamos hablando, como por otra parte suele ocurrirnos la mayoría de las veces.
Ni a Francisco de Asís ni a nadie de carne y hueso les dan papaya pura. Las cosas tienen su qué, y hay que ponerse de codos para aprenderse el catecismo.

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