“¡Qué pena!”, me dijo un chavalín a la puerta de mi casa cuando estaba en el patio parroquial toda la menudencia esperando para empezar la catequesis de los lunes, correspondiente a la Iniciación. Y continuó: “Te vas a morir pronto, lo ha dicho la señorita en clase”.
No era la primera vez que me avisaban de que fumar es malo. Cuando me pilló mi padre fumándome la colilla de caldo que él había dejado en el cenicero, me recriminó con algo parecido. Tendría entonces en torno a los nueve años. Me asusté y no volví a probarlo. Pero llegué a la pubertad, que entonces rondaba los 16, y le avisé: o fumo con tu permiso, o fumo sin él. Y quedamos de mutuo acuerdo en que fumaría, pero en su presencia. De ese modo, en la sobremesa me dejaba echar un pitillo. De caldo, por supuesto. Y así aprendí a fumar, y también a liar cigarrillos.
Luego pasé a la pipa, luego al ducados, luego a la pipa, y ahora me calzo puritos y de tarde en tarde una cachimba.
Nunca fumé en exceso, salvo en contadas ocasiones. Pero no dejé de hacerlo; sólo en cortos períodos de tiempo, más que nada por saber si era capaz de estar sin fumar, por saber si era yo el que fumaba, o era el tabaco el que me fumaba a mí.
Con el paso de los años he ido aminorando el consumo, pero sin dejarlo. Y así estoy.
Por supuesto que en mi habitación siempre ha olido a café y a tabaco, a tabaco y a café. Sólo así, en ese ambiente, ha sido posible que en mi chabolo hubiese tertulia y encuentro, reunión y discusión, debate y plática, confidencia, discrepancia y confluencia. En torno a un cafelito con o sin, y con un cigarrillo en los labios se charla dabuten. Así he vivido.
Mi médica me lo avisa cada vez que voy a verla. Los niños, ya he dicho, ponen cara de asco cuando me ven con el cigarrillo en la mano. Los mayores se tapan la boca si padecen asma o simplemente me huelen. Mi ropa debe tirar para atrás, aunque yo, saturada mi pituitaria, no lo perciba. Mis pulmones parecerán una cavidad minera. Y al decir de los que hacen estadísticas, mi vida está irremediablemente reducida en unos cuantos años, puede que se aproximen a diez. Habida cuenta de mi edad, ya no tengo remedio, estoy irremisiblemente condenado.
Ahora parece que no sólo está feo fumar, es que además hago fumar a los demás. Lo que era considerado un derecho, ha devenido en abuso.
Me he concienciado de que el tabaco no es bueno para mí y es malo para los demás. Ya no fumo en reuniones, ni en charlas, ni en los bares (casi no entro en ellos). Tampoco en el coche, que está virgen de humos. Apenas lo hago en la calle. Sí en casa, conmigo mismo, cuando leo, estudio o trabajo.
Llega ahora una ley, con todos sus reglamentos, prohibiendo fumar en determinados lugares públicos, y no me parece ni bien ni mal. La acato, por supuesto; y procuraré cumplirla.
Pero una cosa me incomoda: ¿quién me va controlar? La policía no llega a todas partes. Si, por ejemplo, algún día me invito a comer en un restaurante, y se me ocurre fumarme un pitillo en el retrete, ¿puedo ser denunciado por oler a tabaco al salir? Si tal ocurriera, resultaría que cualquiera me puede acusar. ¿Con DNI o sin él? ¿Basta una llamada anónima o se requiere presentarse en comisaría? ¿Quién ha de probar y qué: el denunciado mi inocencia, o el acusador mi delito?
Y ya puestos a malas, y dado que a lo largo de la vida uno se puede haber granjeado enemistades -Dios no lo permita-, es hasta posible que se me impute alevosa y torticeramente, siendo denunciado en falso para mi desgracia.
Ya digo: no está mal prohibir, pero prohibiendo prohibiendo, se puede llegar al chivatazo. Y ya sabemos qué pasa cuando hay chivatos…
Desde que hace ya nueve años dejé de fumar me siento la mujer más afortunada del mundo. Y ello por varias razones, a saber:
ResponderEliminara) por haber sido capaz y no haber vuelto JAMÁS a echar de menos el cigarrillo;
b) por no ser intolerante con los que aún siguen fumando y dejarles en paz en tanto no me echen el humo a la cara;
c) por lo mucho que he ganado en salud, ya no toso nunca: ni por la mañana ni por la noche, y puedo subir escaleras, razonablemente, sin ahogarme, la piel tiene otro color, más saludable... y
d) la enorme libertad de la que disfruto: no importa que esté en un tren, en un avión, en el autobús, en el mercado... soy libre porque no tengo la necesidad de fumarme un cigarrito mientras espero. Es decir, todo han sido ventajas y grandes, pero tuve que tenerlo claro, muy claro y estar convencida, muy convencida y entonces ¡zas! se acabó la tontería del fumeteo que todo lo impregna, mancha los pulmones además de las cortinas las paredes, los cristales... y hasta hoy que sigo encantada de haberme conocido en este sentido. Una decisión fantástica, con lo cual, lo que ahora están sufriendo los fumadores por la nueva ley también me lo he ahorrado.
Todos los subterfugios de los hoteleros, de los fumadores irrespetuosos con los demás y de los que protestan por que toca (el PP por ejemplo) no son más que ganas de justificar lo injustificable. Hay que avanzar en la vida y este es uno de esos asuntos que cada uno en su casa puede hacer lo que quiera pero en los sitios compartidos hay que respetar a los demás y si son niños y ancianos que no pueden defenderse, pues más aun.
Quiero decir con esta perorata, Míguel, que hasta el momento en que tú decidas convencido que lo que ya sabes razonando te molesta a ti y tomes la decisión, lo más importante es no molestar a los demás y sé que eso, tú, ya lo haces; si hueles a tabaco y no te gusta oler así, ¡ah se siente, ya sabes lo que hay que hacer!
Besos y hasta prontito.