Uno

 
El uno (1) es el número entero que sigue al cero y precede al dos.
No causa de demasiada sorpresa saber que el número 1 es tratado generalmente como un símbolo de unidad. Por ello, en las religiones monoteistas, a menudo simboliza a Dios o al universo. Los pitagóricos no consideraban al 1 como un número ya que para ellos el número implicaba la pluralidad y el 1 es singular. No obstante, consideraban al 1 como el origen de todos los números puesto que sumando varios 1 juntos se podían crear otros números (enteros positivos). En su sistema, donde los números impares eran masculinos y los pares femeninos, el número 1 no era ninguno de los dos; aunque podía hacer cambiar a los unos en los otros. Si sumamos 1 a un número par, se hace impar; de igual forma que sumando 1 a un número impar, se vuelve par.
El Uno, para Plotino, es el principio en sí, del que procede la multiplicidad, es la identidad que se despliega en la alteridad. Su condición de causa de todo hace posible que sea visto como Todo, en cuanto fundamento de todo, en cuanto produce y conserva en el ser el ser-uno de cada cosa singular, uniendo cada realidad a todas las demás y reconduciéndolas todas, como Todo, a sí mismo. La primera alteridad que procede del Uno es el Espíritu, Nous, reflexividad intemporal, multiplicidad unificada mediante el pensamiento de sí mismo; unidad de Todo que, sin embargo, conserva la identidad de cada singularidad. El tercer nivel de unidad lo constituye el Alma, que no es, como el Espíritu, la unidad inmediata de la multiplicidad, sino causa de la unidad de la multiplicidad del mundo físico marcada por el tiempo y por la materia, unidad y multiplicidad. Estos tres diversos niveles de unidad Plotino los hace corresponder a las diversas hipótesis del Parménides platónico. “Todos los seres, cuando han llegado ya a su perfección, engendran, y, por tanto, lo eternamente perfecto engendra eternamente algo eterno. Y engendra algo inferior a sí. ¿Qué decir pues acerca de lo más perfecto? Que nada viene de Él a no ser lo que solamente por Él es superado en perfección. Ahora bien, lo más grande después de Él y, por tanto, lo segundo es la inteligencia; y es que la inteligencia lo contempla y necesita solamente de Él. Él, sin embargo, no necesita de ésta. La inteligencia es, pues, engendrada tras lo que es más perfecto que la inteligencia y la inteligencia es el más perfecto de los seres, ya que todos ellos vienen detrás de ella. Así, por ejemplo, el alma es palabra y acto de la inteligencia al igual que la inteligencia lo es del Uno. Ahora bien, la palabra del alma es confusa. Así pues, en la medida en que es una imagen de la inteligencia, el alma debe mirar hacia esta y del mismo modo la inteligencia debe mirar hacia el Uno a fin de ser inteligencia. Y lo ve sin estar separada de Él ya que está inmediatamente tras Él y nada hay entre ambos como tampoco lo hay entre la inteligencia y el alma. Todo lo engendrado desea y ama a su progenitor y muy en especial cuando lo engendrado y el progenitor están solos. Y cuando el progenitor es lo más perfecto, necesariamente lo engendrado está con él y sólo están separados en la medida en que son distintos”. (Plotino, Enéada quinta)
Un loco hace un ciento.
Un pie en Judea y otro en Galilea.
Un testigo que vio, vale por dos; y si vio y oyó, por ciento dos.
Ya sólo falta un día para la Navidad



La Mula y el Buey


Por Rubén Darío
 

 
El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazándole enseguida, y por último diciéndole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y por la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…" Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.
Avino, pues, que un día de navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:
—¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la vida a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras paterave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina, no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó éstos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.' No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.
Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibiaban con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes…
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su covento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.
Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?
¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia…
El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial, labrada en mármol.
(Tomado de Navidad Latina)





Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío (Metapa, hoy Ciudad Darío, Matagalpa, 18 de enero de 1867 - León, 6 de febrero de 1916), fue un poeta nicaragüense, máximo representante del Modernismo literario en lengua española. Es posiblemente el poeta que ha tenido una mayor y más duradera influencia en la poesía del siglo XX en el ámbito hispánico. Es llamado príncipe de las letras castellanas.

2 comentarios:

  1. ¡¡Feliz Navidad para ti y tu comunidad!!

    Besos

    ResponderEliminar
  2. Miguel Ángel: siempre me resulta gozoso entrar en tu casa...
    Cada vez me sorprendes, alegras, y alimentas mi corazón con tus vivencias, tu fuerza.
    Te recuerdo siempre, te llevo en mi corazón.

    Me encanta este villancico, intento bajarlo y no puedo... ¿me lo podrías enviar ¡porfa!?
    No sé si eso es posible, no estoy muy ducha en esos menesteres.
    Recuerdo mucho a tu ¿nietica? estará preciosa...
    No sé nada de ti personalmente, aunque entrar en tu casa, me dice como sigues.
    Un abrazo entrañable y agradecido.
    mª pilar

    ResponderEliminar