A la vista de algunos comentarios que se han hecho a mi artículo anterior sobre La Fiesta del Cordero, creo oportuno añadir una explicación que exige el tamaño de una nueva entrada. Este es el objetivo que ahora me propongo.
He de decir que en la fiesta a la que yo asistí ayer se recuerda a Isaac, hijo de Abraham, que fue sustituido a última hora por un cordero, en aquel sacrificio que ocurrió en la ladera del monte Moria.
Me extrañó la presencia de Isaac en un rito mahometano, cuando es otro el que está en la genealogía de los pueblos musulmanes: Ismael, hijo de Agar, esclava de Sara, esposa de Abraham.
Porque Abraham tuvo una esposa, Sara, y una esclava, Agar. De cada una engendró un hijo. Y ambos hermanos generaron sendos pueblos: Isaac, el judío; Ismael, el ismaelita.
Pero fue Isaac el que se convirtió en objeto de la promesa que Yahveh había dado a Abran, cuando le eligió para ser padre de pueblos numerosos, y le renombró como Abraham.
A los ciudadanos y ciudadanas del mundo presente nos hiere el episodio de Dios exigiendo a Abraham el sacrificio de Isaac, por cruel, por despótico, por sin sentido. Cruel por tratarse de un sacrificio humano; despótico por exigir lo más valioso en la vida de Abraham; sin sentido, porque anulaba la promesa hecha y la contradecía.
Lejos de ofrecernos un Dios insaciable, sangriento y opresor, la Biblia nos presenta al ser humano que va evolucionando y creciendo en humanidad, cultivándose paso a paso desde los niveles más ínfimos. Todos los pueblos, en un momento de su historia han realizado sacrificios humanos. Los pueblos cananeos coetáneos de Abraham solían sacrificar a sus dioses niños. El Dios de la Biblia nunca aceptará ese tipo de sacrificios. Se negará a admitirlo con Isaac. Y cuando vuelva a ocurrir, -Jefté, un general victorioso prometió sacrificar a su propia hija-, quedará el pueblo tan atemorizado y horrorizado, que no se volverá a plantear semejante oferta nunca más.
Dos citas, tres textos prestados:
I.- El sacrificio de Isaac (Leer Génesis 22)
Dos citas, tres textos prestados:
I.- El sacrificio de Isaac (Leer Génesis 22)
El sacrificio de Isaac, frustrado, marca el gran salto adelante de la humanidad: "Y sucedió que Dios quiso poner a prueba a Abraham y le dijo: 'toma a tu hijo único Isaac, al que tanto amas, y ofrécemelo como ofrenda quemada (holocausto) sobre una de las montañas que yo te señalaré'... Tomó Abraham la leña y la cargó sobre su hijo, y él tomó el fuego y el cuchillo de degüello e iniciaron la subida al monte; y extrañado Isaac de que iban tan bien preparados para el sacrificio, pero sin la víctima, le preguntó a su padre, y éste respondió: 'Dios proveerá'. Llegados al lugar del sacrificio, Abraham construyó un altar, aderezó sobre él la leña, ató a su hijo de pies y manos, y lo puso encima. Cuando estaba a punto de dejar caer el cuchillo sobre su hijo, el ángel del Señor le dijo: 'no le hagas nada a tu hijo, ahora sé que me eres fiel'. Y girando la vista, vio allí un carnero prendido por los cuernos en un matorral; y tomándolo, lo ofreció en holocausto". Este es el relato abreviado del sacrificio de Isaac. No importa si la decisión de acabar con los sacrificios humanos la tomó Dios, o fue Abraham quien se plantó y dijo que ya estaba bien de tanta barbarie; el caso es que en este episodio bíblico se escenifica la proscripción de los sacrificios humanos, tan naturales entonces, tan a la orden del día, que ni se le ocurrió protestar a Abraham. (Tomado de El Almanaque).
2.- El sacrificio de la hija de Jefté (Leer Jueces 11, 29-39)
A) Tomado de El camino de la Palabra de Xabier Pikaza
Abraham, a quien Dios pidió el sacrificio de su hijo Isaac, para pedirle después que no lo hiciera y que, en su lugar, sacrificara un cordero es quedado en la Biblia judía como padre de los creyentes. Por el contrario, Jefté, que ha sacrificado de hecho a su hija, cumpliendo de esa forma un voto religioso, ha terminado siendo una figura marginal para los lectores de la Biblia.
Pienso, sin embargo, que el sacrificio de la hija de Jefté resulta muy importante para comprender Biblia. Normalmente, las hijas han sido “sacrificadas” por sus padres (y después por sus esposos), en aras de una determinada concepción patriarcalista de la vida. Muchos tienen miedo de hablar de este tema, que resulta, sin duda, horrible, pero la Biblia lo desarrolla sin inmutarse, pues expresa (sigue expresando) un tema clave de la historia humana: hay un tipo de victoria económico o militar (en línea de sistema) que implica la utilización y/o destrucción de millones de mujeres.
Situemos el texto. Eran tiempos de dura violencia, una época «sin reyes» (quiere decirse «sin leyes»), en la que cada uno hacía lo que quería (cf. Jc 21, 25), y los israelitas se hallaban amenazados de muerte por unas tribus de amonitas. Pues bien, los representantes de Yahvé, es decir, del pueblo de la alianza, incapaces de vencer esa amenaza, pidieron a Jefté, un guerrillero marginal, que asumiera el control de la guerra. Él lo hizo y, siguiendo las más duras costumbres de su tiempo, ofreció a Dios un voto, «prometiéndole la vida de aquel que saliera a recibirle de su casa cuando llegara victorioso»:
Y Jefté hizo un voto a Yahvé: – Si entregas a los amonitas en mi mano, al primero que salga a mi encuentro, de las puertas de mi casa, cuando regrese victorioso lo ofreceré para Yahvé en holocausto… Y cuando regresaba… le salió a recibir su hija con címbalos y danzas. Y ella era única; no tenía fuera de ella hijo ni hija.
Al verla, Jefté rasgó sus vestiduras y exclamó: – ¡Ay, hija mía! Me has perturbado por completo. Tú misma me has hecho desgraciado, pues yo he abierto mi boca ante Yahvé y no puedo volverme atrás! Y ella le respondió: – Si has abierto tu boca ante Yahvé, cumple conmigo lo que prometiste, pues Yahvé te ha concedido vengarte de tus enemigos, de los hijos de Amón. Y le pidió también a su padre: – ¡Que me concedan esto! Déjame libre dos meses, para que habite entre los montes y llore mi virginidad con mis compañeras. Él le contestó ¡vete! y la mandó por dos meses.
Y fue con sus compañeras y lloró su virginidad por los montes. Y al cabo de dos meses volvió donde su padre y él cumplió con ella el voto que había prometido. Y ella no había conocido varón. Y quedó por costumbre en Israel que año tras año vayan las hijas de Israel a cantar a la hija de Jefté, el galaadita, cuatro días al año (Jc 11, 30-31.34-40)[1].
Del padre Abraham, a quien Dios pide la vida de su hijo Isaac (sustituido después por el cordero: Gen 22), pasamos a Jefté, padre guerrero, que ofrece y sacrifica a su hija, en acción de gracias por la victoria obtenida sobre los enemigos, en gesto de cruel intercambio religioso: «Dios me ha dado lo más grande, la victoria; yo tengo que darle lo mejor que tengo, la vida de mi hija».
Algunos han pensado que Jefté ha caído en la trampa de su irreflexión, ofreciendo a Dios «al primero que salga por las puertas de mi casa», sin saber de quien se trataría (suponiendo que sería un animal). Pero el texto supone que Jefté sabe bien lo que dice: no tiene mujer ni más familia, de manera que de su casa de guerrero sólo puede salir una persona para recibirle con júbilo, dirigiendo el coro de cantoras que celebran la victoria: su querida y única hija.
No puede salir de su casa un animal de sacrificio (oveja o novillo), pues un animal de ese tipo no habita en una casa. Tampoco puede salir de ella, por casualidad, algún personaje extraño, pues en la casa de Jefté sólo habita una persona que puede recibirle con gozo, «desde las puertas » (cf. Jc 11, 31): ¡Su hija! Jefté lo sabe y así la ofrece a un Dios de violencia, al servicio de la guerra. Eso significa que el duro padre y guerrero ha negociado con Yahvé su victoria militar al coste de su hija.
1. Yahvé, Dios de la guerra, necesita un precio para aplacarse y conceder victoria al jefe militar israelita. Quiere, como siempre, lo más grande: la vida de la hija única y virgen del guerrero, «que llora por los montes su virginidad». La desea para sí, sin que nadie más pueda casarse con ella, ni tener hijos. Así viene a mostrarse como un Dios del sacrificio violento, que quiere precisamente lo más importante y valioso: la vida de la joven, la renuncia al sexo y a la maternidad.
2. Jefté, guerrero sacerdote, viene a presentarse de esa forma como dueño de la vida de su hija, de la que dispone como “valor de cambio” para negociar con ella (como el padre que podría venderla como esclava: Ex 21, 7). Ciertamente, él consigue la victoria, pero a costa de su hija. Abraham iba a ofrecer a Dios su “único hijo” por nada, para mostrarle su fidelidad. Jefté promete a su hija a Dios para conseguir la victoria, y cuando la logra se la ofrece. El texto bíblico actual condena los sacrificios humanos (cf. 2 Rey 3, 27; Lev 18, 21; Dt 12, 31; 18, 10), pero este pasaje muestra que existieron.
Este sacrificio de la hija de Jefté pertenece a la historia primigenia de la humanidad y tiene equivalentes en otros pueblos (desde el sacrificio de Ifigenia en Grecia hasta la muerte de doncellas casaderas mexicanas en las fiestas del Dios del maíz). Conforme a la lógica de este sacrificio (y del Dios que está en su fondo), Jefté ofrece a Dios lo más propio que tiene, su hija (los hijos se independizan; las esposas vienen y van…), para triunfar en el combate. Da la impresión de que Yahvé y Jefté, ambos guerreros, se disputan por una mujer. La lucha de Jefté contra los amonitas parece secundaria. Su verdadera guerra es la que entabla con Dios con quien disputa la vida de su hija.
El Dios que en Gen 22 “perdonó” la vida de Isaac no perdona a la hija de Jefté, sino que la quiere para sí. No hay posible salvación para la hija virgen, que acaba muriendo en manos del guerrero padre, que la ofrece en sacrificio. Evidentemente, ella tiene que ser virgen (no haber conocido varón), pues sólo de esa forma vale como precio de memoria (de batalla) para Dios o para los esposos que la rapten por guerra (como hemos visto ya: cf. Jc 21, 10-14) o que la compren (la reciban) de manos de su padre.
Según eso, la hija de Jefté aparece como un es ser para la muerte (el holocausto), al servicio de la guerra y del dios de los varones, sin más recuerdo que la memoria del llanto (los cuatro días que lloran cada año las hijas de Israel en las montañas)[2]. Hay una “cultura de guerra” que sólo logra extenderse y conseguir sus objetivos matando a los inocentes (como esta muchacha).
Jefté aparece así como dueño de la vida de su hija, de la que dispone como valor de cambio para negociar con Dios. Por su parte, la hija de Jefté es símbolo de una parte de la humanidad (formada sobre todo por mujeres) que vive sacrificada bajo el terror de la guerra y del dios de los varones, sin más recuerdo que el memorial del llanto: los cuatro días que lloran por ella cada año las hijas de Israel en las montañas.
[1] Para una visión general del tema, cf. M. Bal, Death and Dissymetry. The Politics of Coherence in the Book of Judges, UP, Chicago 1988; R. G. Boling, Judges, AB 6a, Doubleday, New York 1975; A. D. H. Mayes, Judges, JSOT, Sheffield 1985; J. A. Soggin, Judges, Westminster, Philadelphia 1981.
[2] Al hijo varón no se le mata, pues puede luchar y morir en la batalla, haciendo al mismo tiempo que perdure su memoria a través de las mujeres. La que muere es la hija, de manera que el canto jubiloso de victoria (cf. 1 Sam 18, 6-6; Ex 15; Jc 5; 1 Sam 2) se convierte para ella en experiencia y memorial de muerte. L. Feuchtwangen, Jefta y su hija, EDAF, Madrid 1995, ha intentado penetrar en forma novelada, desde la vertiente del padre (no de la hija sacrificada) en la historia y teología o ideología abismal de este relato.
1. La historia de Jefté tendría bien poco de notable si no fuera por el voto que hizo de sacrificar a Yahvé una persona humana. Su historia personal comienza de manera desgraciada: sus hermanos no le dejan compartir su herencia porque no era hijo de la misma madre. Jefté ha de huir, porque cuando le dicen: «Tú no puedes heredar en casa de nuestro padre» (v 2), le hacen una declaración de enemistad (como en 2 Sm 20,1; 1 Re 12,16). Sufre una suerte semejante a la del joven David, fugitivo de Saúl (1 Sm 22,1- 2): ha de agruparse con otros desocupados y organizar una banda, de la cual será el jefe. Sus compatriotas olvidan los antiguos prejuicios cuando se hallan oprimidos por los amonitas. Entonces le ofrecen el mando de las tropas. La historia se presenta como un caso más de los muchos que hay en la Biblia, donde el que es injustamente rechazado desempeña un papel importante en la vida del pueblo. En lenguaje de Pablo: «Lo plebeyo, lo despreciado del mundo, se lo eligió Dios para humillar a lo fuerte» (1 Cor 1,28) Pero Jefté, aun creyendo en Yahvé no le venera como Señor de la vida. Cree que puede disponer de la vida de un semejante suyo, inocente, y sacrificarlo, cumpliendo un voto como los que se practicaban en las religiones de los alrededores. Hallamos un caso paralelo al de Jefté en el primer libro de Samuel: Jonatán, sin saberlo, viola un ayuno obligatorio impuesto por su padre, y Saúl, cuando lo descubre, quiere hacerle morir. Pero, a diferencia del caso de Jefté, el pueblo no deja poner en práctica la decisión de Saúl: «Vive Yahvé, no caerá a tierra un solo cabello de su cabeza» (1 Sm 14,45). Seguramente la narración ha sido conservada no sólo por su intensidad dramática -en parangón con la de las tragedias griegas de la misma época-, sino también para desenmascarar una práctica gentil. Los sacrificios paganos fueron rigurosamente prohibidos en Israel. El dramatismo de la acción está llevado al límite en el sacrificio de una doncella, que no llegará a ser ni esposa ni madre: «Se fue por los montes... y lloró por dos meses su virginidad... La muchacha había quedado virgen». Por eso las jóvenes israelitas hicieron cada año unos días de conmemoración de esa muerte, mostrando así su solidaridad con la hija de Jefté y la protesta contra esa muerte injusta. Pero también nosotros hemos de vigilar: la crueldad humana, ¿no es capaz de ofrecer todavía víctimas humanas a ídolos o a ideologías? (D. Roure; sobre el correcto uso del voto hecho a Dios y los lugares de la Escritura donde se prohiben los sacrificios humanos, ver los comentarios de la Biblia de Navarra a este pasaje).
2. Es extraño y truculento el episodio de Jefté, que sacrifica la vida de su hija por la promesa que había hecho. Cree en Yahvé, pero su fe está mezclada con actitudes paganas. Hace un voto que resulta totalmente irreconciliable con el espíritu de la Alianza: si le da la victoria, sacrificará la vida de la primera persona que salga a recibirle, a la vuelta. Que resulta ser, nada menos, su hija. Otros pueblos vecinos practicaban sacrificios humanos. Pero Israel, no. El episodio de Abrahán, dispuesto a ofrecer la vida de su hijo Isaac y detenido por la mano del ángel, se interpretaba precisamente como una desautorización de los sacrificios humanos. Jefté no tenía que haber hecho ese voto. Ni cumplirlo, una vez hecho. En la literatura griega tenemos un ejemplo paralelo del dramaturgo Eurípides, que cuenta cómo Agamenón, en la guerra de Troya, y también como consecuencia de una promesa hecha durante una tempestad, sacrifica a su hija Ifigenia. Es explicable el dolor de todos, de modo particular de la misma hija, que ve que su vida se va a tronchar sin haber llegado a su plenitud. La historia es triste, pero también nos puede dar lecciones. La vida humana se ha de respetar absolutamente. Y eso desde su inicio hasta el final. Sólo Dios es dueño de la vida y de la muerte. Hay que rechazar todo «sacrificio de la vida humana». No nos extraña que, en nuestros tiempos, sigan siendo de tremenda actualidad tanto la discusión sobre el aborto como sobre la eutanasia y la pena de muerte. Mucho menos, claro está, se puede ofrecer a Dios la violencia o la crueldad como homenaje religioso, como el que Jefté se creyó obligado a hacer. Lo mismo hizo Herodes con la promesa hecha a su hija bailarina, que le pidió la cabeza del Bautista, aunque en aquella ocasión no fue precisamente ningún voto a Dios. Hay un aspecto más positivo en este episodio, al que tal vez se deba que se conservara el relato, y es el que resalta el salmo: las promesas hay que cumplirlas. Aunque la actuación de Jefté no tiene justificación, queda en pie que los votos hechos a Dios -se entiende, de cosas buenas-, una vez hechos, hay que cumplirlos, aunque resulten costosos.
La biblia siempre sacrifica a la mujer, en todos los aspectos, el caso de Jefté es un claro ejemplo de esto, ahora bien que se justifique la fe a Yahvé mezclada con actitudes paganas que dieron como resultado el sacrificio de su hija única y virgen me parece una atrocidad. A Hipatia no la mataron los paganos, porque ella misma era pagana.Se podría decir que prevalecía la cultura de la sangre y la barbarie en nombre de Dios, Yahvé, Jehova o cualquier otro nombre.
ResponderEliminarMenos mal que Dios es amor, si fuera otra cosas nos trasladariamos al antiguo testamento, y si fueramos fundamentalistas de la biblia la mujer todavía no tendría no alma. Creo que fue en la edad media que la iglesia nos concedió alma, pues antes de eso estabamos en las misma condiciones que un animal, por eso podía ser sacrificada sin ningún tipo de rubor, y si es en nombre de Dios, pues no hay nada más que decir.
Perdona Miguel Angel, es que estos episodios de la Biblia me hace cuestionar los pilares de la fe, cuando existen verdaderos episodios de auntentica violencia hacia la mujer, con su vida, con su sexualidad, con todo.
Comprendo que te quejes, pero no culpes a la Biblia, que sólo es el reflejo de los usos y costumbres de un pueblo que vive entre otros pueblos su historia desde que tiene memoria.
ResponderEliminarNi todo lo que contiene es verdad, si todo lo que se afirma es aprobado. Hay que leerla desde la fe, y toda ella entera, porque sólo así se le encuentra su justo significado.
Apelando a la Biblia, incluso al Dios de la Biblia, se han hecho monstruosidades; pero no las ha mandado hacer ni Dios ni la Biblia, sino el ser humano.
Precisamente si he recordado a Jefté en esta entrada ha sido para mostrar que si Dios no quiso que Abraham sacrificara a su hijo, tampoco pidió, ni aprobó, ni aceptó que el general israelita sacrificara a su hija. Abraham lo cambió por un cordero; Jefté ni siquiera le preguntó, tal vez su hombría se lo impidió.
Puedo decirte que hay investigadores que niegan la veracidad de esos relatos, y dan sus razones. Sin embargo, los textos han llegado así hasta nosotros y es nuestro deber leerlos y aprender de ellos, porque hablan de cómo hemos sido, y de lo que aún seguimos siendo.
Termino como tú, reconociendo que Dios es amor. Pero no sólo al final, en el Nuevo Testamento, sino desde el principio. Es el Amor que subsiste y persiste en medio de toda clase de ignominias, que termina redimiéndolo todo, porque también las ha sufrido.
No puedo leer la biblia desde la fe, yo la leo con el sentido común, o como un gran libro de literatura, pero no como un libro sagrado inspirado por Dios.
ResponderEliminarA ver, no entiendo como la biblia puede tener diferentes lecturas o versiones y partiendo de ahí surgan todo tipo de creencias o religiones, porque si Dios nos dió el entendimiento necesitemos la fe para creer. Y si nuestras creencias son diferentes, como diferentes son todas las religiones alrededor de de la fe,¿ por qué existen o han existido tantas guerras en nombre de Dios o en nombre de la fe en un Dios, llámese como se llame?
Miguel Angel la sociedad evoluciona, y si la biblia es la palabra de Dios, y debemos entenderla como tal, su traslación a la vida real la impone el papa, debo decir entonces que para las religiones no existe libertad individual si no es con la fe predestinada.
Si yo tolero a personas de diferentes creencias porque el papa, maximo dirigente de Dios me dice que mi laicismo es peligroso en la sociedad. ¿POr qué no tolera mi libertad de pensamiento y de acción.?
Muchas preguntas, Encarni, para intentar siquiera apuntar una respuesta desde aquí.
ResponderEliminarSólo digo que se trata de un libro que habla del ser humano, al ser humano, escrito por el ser humano. Si al leerlo, y al concluirlo, el ser humano se siente satisfecho, ha pasado un buen rato y tal vez ha aprendido algo.
Si lo interrumpe en cualquier momento y lo deja por imposible, ha aprovechado el tiempo que no empleó en concluirlo.
Si sólo lee parte o partes, y disfruta con ello, estupendo.
Y si al leerlo se ve a sí mismo reflejado en el texto, y percibe que es a él, al ser humano, a quien habla; que no sólo se dirige a su entendimiento sino también a la memoria y a la voluntad; y percibe que su lectura le va calentando las entrañas, y que es posible que hasta las tripas se le conmuevan, es igualmente posible que su corazón se vaya enterneciendo, y no digo que vaya a ser así, pero es del mismo modo posible que al final sus ojos se empañen y hasta llore de dolor, de alegría y de agradecimiento.
Y sin darse cuenta se habrá llenado de una esperanza extraña que antes no tuvo nunca.
Y sólo lamentará una cosa: no haber leído, o no haber escuchado esa palabra en comunión con otros seres humanos, porque es a todos ellos a quienes habla.
¡Uf!, Encarni, te parecerá mentira, pero he intentado ofrecer mi respuesta. Ya sé que no es mucho, casi nada. Pero en esas estamos. Y no cejamos de buscar a quien desde la Biblia nos está hablando.
Este relato del sacrificio de Abrahán, siempre ha costado entenderlo... sin embargo, en un contexto donde los sacrificios humanos era lo común y corriente no debe extrañar tanto. De todos modos me pregunto... ¿es que acaso actualmente no "sacrificamos" también a nuestros hijos... con cierta amargura me he quedado cuando compañeras y amigas mías me han dicho que no piensan tener hijos entre otras razones porque no merece la pena traer un hijo al mundo actual y porque tienen que... tener un trabajo, casa, lavadora, nevera...etc, etc.
ResponderEliminarA una Sara-Abrahan de hoy no dudaría que sigue mereciendo la pena vivir en éste mundo, que otro estilo de vida es posible... y en definitiva, no dejarían de tener fe en la propia humanidad... como mucho se reirían como hizo Sara.