Ayer fue un día raro. El calor se hizo agobiante y la gente parecía aplatanada. No se oían voces, como ocurre un día cualquiera por mi barrio; se hablaba normal tirando a bajo. A media tarde se fue haciendo silencio, sólo roto por el griterío de la chiquillería de las Actividades Parroquiales que volvían de la piscina y ya venían preparados con banderas pintadas en frentes, manos y mejillas. A las 20:00 horas el silencio era sepulcral.
Durante una hora larga se pudo cortar el aire, denso no del calor sino de la tensión.
Llegó mientras me hacía la cena. La Moli ladró antes, bastante antes, de que atronara el espacio el vocerío de mi gente aullando el gol de España.
Y Moli ya no paró de ladrar hasta bien entrada la madrugada.
No me gusta el fútbol. No lo considero siquiera. Pero lo de ayer fue algo muy especial. Ahora voy a tener que aguantar a mis feligreses vistiendo camiseta roja por lo menos hasta el domingo.
Disfruté viéndoles jugar, me gustó cómo lo hacían. Ignoro si lo hicieron bien. Me divertí y también sufrí. Exulté, a mi modo, con el personal exultante.
Nada ha cambiado, todo sigue igual. Pero hemos ganado y el domingo estaremos en la final.
Moli puede seguir ladrando. Señal de que nos va a ir bien.
Yo también me alegro solamente por los que se alegran.
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