Hoy ha hecho un sol espléndido

 



Pero hace poco más de quince días el invierno nos embutió en su abrazo y vivimos durante una semana cosas que ya casi había olvidado. Eran tiempos en que el agua se congelaba en las cañerías, de las tejas colgaban carámbanos y nos revolcábamos como niños en la nieve tras una feroz e incruenta guerra de bolazos.

Tuve la suerte de poder pisar la blancura impoluta recién caída de los cielos y también, hay que decirlo, de verme forzado a dar la vuelta ante la imposibilidad de poder seguir caminando.

Ante hechos tan sorprendentes no queda otra sino ofrecer testificación visual, que un documento es siempre un dato fiable, y puede que haya quien piense que fantaseo.

Así, pues, vean y crean. 









 

La primera flor de la nueva normalidad

 




Algo me hizo pensar que las cosas no volverían jamás a ser como antes, y tanto me convenció esa idea que ya casi desesperaba de tener experiencias como las que me han ido construyendo como persona.

Ciertamente habrá novedades adquiridas de las que no conseguiré descabalgarme en el resto de mi existencia. Por ejemplo, cierta desconfianza a aproximarme “en exceso” a personas, tanto conocidas como desconocidas. No salir de casa con una mascarilla puesta y otra por si acaso. Y no porque tenga miedo, que sí que lo tengo; es más bien por cómo reaccionen los demás; me aterra que me miren con espanto por acercarme demasiado, por cruzarse conmigo en la misma acera o por que me sorprendan con la boca descubierta como si la cosa no me importara.

Al encontrar esta mañana esta flor junto a la valla de una obra de mi barrio, que nadie ha plantado ni regado, que a nadie ha maravillado por su esbeltez y que de nadie requiere más cuidados, he dado en pensar que no todo está perdido y que tarde o temprano entraremos en una cierta normalidad que bien podemos decir que es la “nueva”.

Bien. Así las cosas, tengo que decir que soy un consumado “streamer”, especialidad que he desarrollado a lo largo de más de diez meses transmitiendo en directo por youtube la eucaristía de cada jornada. A ello me he visto obligado porque la mayor parte de mi feligresía no puede acercarse al templo parroquial para disfrutar presencialmente de lo que le apetece y en lo que yo puedo ayudarle.

También he desarrollado unas habilidades que nunca había probado, ante la prohibición de cantar, usar cancioneros y otras hojas de esas de pasarse unos a otros. Ahora todo va proyectado en la pared, hasta la música. No hace falta escuchar, basta leer; no hay que cantar, que lo hagan otros. ¿Que no nos podemos dar la mano? No importa, se proyecta un dibujito. ¿Que hay que ser breves en las homilías? Se pone el texto a la vista y uno se calla porque con la mascarilla hablar cansa demasiado.

En fin, ya estaba convencido de que las cosas no volverían a ser como antes. Pero me equivoqué. Llevamos casi un mes reducidos a la mínima expresión del 25 que ya experimentamos por el mes de septiembre. Y de cuya experiencia creía habernos liberado definitivamente.

Había olvidado que aprendí de muy pequeño un refrán, o proverbio, o máxima sapiencial que dice: “Lo que pasó volverá a pasar; lo que ocurrió volverá a ocurrir: nada hay nuevo bajo el sol. De algunas cosas se dice: «Mira, esto es nuevo». Sin embargo, ya sucedió”.

 Sí, esa flor que me ha sorprendido esta mañana cuando paseaba al amanecer me ha recordado que no todo está perdido aunque la memoria sea débil y no recuerde, o se muestre reacia a ello; porque la realidad es tozuda, pero la normalidad es nuestra vocación. En ella nos movemos como peces en el agua. Es el aire que respiramos, tengamos puesta o no la mascarilla.