Una maldita espiguita


 
A la generalidad de los mortales nos es familiar tener o haber tenido una piedra en el zapato. A mí, en concreto, en verano me entran con frecuencia cuando calzo sandalias; en invierno y resto del año no, porque uso botas.
Esa sensación molesta que podremos dulcificar si conseguimos que la tal se acomode donde menos se la note, sea donde sea que se lo permita el pie, se convierte en una mortificación insoportable si se trata de perros en vez de humanos, y de espigas en lugar de un simple canto.
A Tano se le clavó una entre los dedos de su mano izquierda, y ha estado el pobre en un grito durante todo el mes de julio. Como aconseja la prudencia en estos casos, no hemos querido recurrir a métodos invasivos; hemos optado por que la naturaleza siguiera su curso. Y hoy, justo a las once de la mañana, he logrado extraérsela sin necesidad de pinzas ni bisturí.
Ahora el pobre Tano descansa aliviado y casi seguro que a la noche tiene la herida cerrada y seca.
Se nos presenta un buen mes de agosto, tal vez y dios lo quiera, correteando por las praderas de Pineta.
Ojalá desaparezcan todas las piedrecitas —en las más variadas y multiformes apariencias que nos agobian desde la política, la economía, los medios sociales… y los clericales— que el camino nos introduce en los zapatos y lo mismo digo de las espigas que amenazan patas, ojos, orejas y morros de nuestros amigos de cuatro patas.
Mi consejo es tener paciencia, aguantar todo lo que se pueda y más, y esperar que llegue su fin lo antes posible. Los métodos expeditivos no son los más rápidos ni concluyen definitivamente con el problema.
Lo sé por experiencia.

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