Así se expresó mi arzobispo, cardenal Ricardo, más
cardenal hoy que nunca al presidir el funeral en la catedral, rodeado de todo
su pueblo. No le vi lágrimas, pero sentí su llanto interior.
“Hay ocasiones
en que las tinieblas nos envuelven y no vemos nada”, dijo en un templo
abarrotado, tal vez porque mirara hacia abajo, en el amplio espacio delante de
él, cuyo centro ocupaba el féretro con el cuerpo muerto de Fernando.
Perdido entre la muchedumbre, sin pararme a calcular
cuántos entrábamos por metro cuadrado, le escuchaba fijarse en el Crucificado
para, a pesar de la amargura, afirmar su confianza en el Buen Padre. “Podemos con su Espíritu decir al Señor: Tú
eres la fuerza de mi salvación” fue una frase suya que me espabiló cuando
ya me desvaía en pensamientos derrotistas.
Fue muy breve, la verdad. Una celebración austera y
plena de contenida emoción. Concluyó sus palabras así: “Que la Virgen María,
Madre de misericordia, muestre su Hijo a nuestro querido hermano. Que así sea,
y que desde el Padre, nuestro Rector no deje de alentarnos en la respuesta fiel
a la vocación amorosa del Señor”.
Entonces vi llorar, abrazarse, cogerse de las manos…
Habían sacado a hombros el féretro hasta fuera, escoltado por cuantos le
habíamos despedido en un acto litúrgico que me recordó vívidamente lo que sé de
aquel cenáculo evangélico.
Cuando salí al mediodía soleado, volví a la realidad
que creí aparcar al entrar hora y media antes. Todo seguía igual. Pero al
pedalear hacia mi casa pensamientos iban y venían. Esto se arregla, me decía.
No importa lo que hagan unos y otros, lo que hagamos todos, o no haga nadie.
Esto tiene solución. Lo ha dicho don Ricardo. Se lo hemos escuchado y nos lo
hemos apropiado. Incluso lo hemos celebrado. Creemos en ello.
“¡De nuevo vendrá la luz!”
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