Relieve románico, situado en una portada del crucero de la catedral de Santiago de Compostela |
Tras leer “El puñal del Godo”, me sale del cuerpo
aquello de ¡Santiago y cierra, España!, que no sé muy bien qué significa el
verbo cerrar en esta frase, pero que me apunto a que apunte hacia lo mismo que
los maoríes gritan o cantan justo antes de empezar un partido. Lejos de
amedrentar al contrincante, muévele sus extrañas hacia gente tan singular y
sencilla —¡oh, qué miedo!— de manera que ya, antes de comenzar la refriega, cae
rendido con gusto.
Don José Zorrilla cuenta muy ameno cómo creó una tan
particular pieza teatral: una apuesta entre camaradas, para salvar una
situación apurada en plenas fiestas navideñas. En horas veinticuatro su
imaginación plasmó en un solo acto toda una tradición hispana. Para ello tuvo
que encerrarse en su estudio y ni comer ni dormir ni… Sin embargo, no se
estrenó entonces, porque aquella maravilla merecía un respeto y nada de
improvisación; se trabajó a conciencia para que los versos del poeta brillaran
en todo su esplendor. Tras los últimos endecasílabos,
Padre, dad á ese tronco sepultura
Donde repose en paz: mi justo encono
No pasa, no, de su mansión oscura,
Aunque el honor de España esté en mi abono.
Yo vuelvo al campo á la pelea dura,
Y aunque muera sin huestes y sin trono,
Siempre ha de ser para quien muere honrado
Tumba de rey la fosa
del soldado.
tan apretado y largo fue el
clamoroso aplauso, que hubo de salir al escenario el propio autor junto con el
resto del reparto. “La conclusión fue tan
rápida y precisamente ejecutada por el hachazo de Lumbreras, y aconterada por
Cárlos con la octava final con tal sentido y brío, que el aplauso final se
prolongó muchos minutos. El puñal del godo obtuvo el éxito que se obligó á
darle Cárlos Latorre, si se nos concedía tiempo para ponerle en escena como él
había concebido que debía ponerse. Así se hacían y así se escuchaban las obras
dramáticas desde 1832 á 1843”. (Recuerdos del Tiempo Viejo, tomo 1, pág. 305)
Cinco años después ideó una continuación, “La
calentura”, que él mismo definió como drama fantástico; pasó sin pena ni gloria,
ya se sabe que segundas partes…
El caso es que me llama la atención, pero no me
sorprende, que no utilizara al Santiago matamoros en su relato de la batalla
perdida de Guadalete (ocurrida entre el 19 y el 27 de julio del año 711). Ni el rey Rodrigo ni el conde Julián, ni siquiera el godo
Teudia citan haberlo invocado. Seguro que no lo hicieron y por eso el moro pasó
por encima de ellos. Desde entonces, y como solía decir un amigo mío asturiano,
de Pajares para abajo, tierra conquistada.
Don Rodrigo, el rey, achacó su derrota a una vil
traición, pero Wikipedia alega que por entonces se encontraba guerreando en el
norte contra los vascones, y que tardó tres semanas en tener noticias del
desembarco moruno. Calculando… emplearía otras tres semanas en llegar hasta tan
abajo para verse desbordado por las hordas.
En fin, una cosa es la historia y otra cómo se nos
cuenta. Y volviendo al señor Santiago; ¿que en esta escena no tuvo parte ni
arte?, sí intervino en otras posteriores. Habrá que recurrir a las fuentes
históricas, o en su defecto al imaginario popular. La batalla de las Navas de Tolosa, supuestamente acaecida el 23 de mayo del año 844, ahí
fue donde el apóstol, jinete en su corcel, embraveció a las tropas cristianas
para recuperar por la fuerza lo que la fuerza les había arrebatado. Dicen que la
libertad.
De esta manera un autor actual afirma que al
cerrarse en filas los cuadros militares de los tercios al grito guerrero, el
país se abrió al mundo entero y a la modernidad. Y lo hace sencillamente, atendiendo a la coma que casi siempre no se ve, o se suprime, del belicoso alarido enardecedor que hizo preguntar a Sancho Panza y equivocarse al muy culto Valle Inclán.
Mucho me sorprende que don José no haya tenido en
cuenta a nuestro santo patrono en ninguna de sus obras en verso, tampoco en sus
escritos en prosa, y eso que le gustaron mucho las leyendas. Como Santiago, Zorrilla
también fue viajero allende las fronteras. El mayor de los “hijos del trueno”
no parece fuera muy romántico, si le juzgamos por la carta que se le atribuye;
aunque nacer en Palestina y venir a ser enterrado al fin de la tierra tiene su
qué. El escritor quiso reposar en su ciudad natal, y su figura en bronce luce
en medio de la plaza que lleva su nombre, mirando erguida hacia la calle de
Santiago.
Si don José Zorrilla hubiera colocado a Santiago
apóstol en alguna de sus historias le habría hecho aparecer en escena entre
truenos y relámpagos, pero estoy completamente seguro que no le hubiera armado
con espada; no se habría sometido el discípulo a quien su Señor bien le
advirtió de que nunca la empuñara, lo suyo era otra cosa:
«Sabéis que los jefes de los pueblos los
tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que
quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser
primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo.
Igual que el Hijo del hombre no ha venido a
ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos». (Mt 20, 26-28).
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