Vista general del ábside de San Clemente de Taull en el Museo Nacional de Arte de Cataluña |
No te pierdas el Valle de Boí, me soltó aquella
mañana José Velicia al pasar por delante de la puerta de mi despacho de obras
en la sede del episcopado. Hacía calor y estaba de par en par, para que
corriera el aire entre los muebles antiguos que servían de contenedores de
papeles que firmara Pedro Baz, a la sazón encargado del control de los
edificios diocesanos, y las fotos que sacara José María Isusi, mantenedor de la
riqueza cultural que atesoran templos, ermitas y santuarios de la diócesis. Y
abierta, porque era mi horario de atención al público y no había conversación
que reservar del curioseo. Valle de qué, le grité, al tiempo que él se metía en
el despacho contiguo, a la sazón sede de las Edades del hombre, donde solía
parlotear con su sobrino, secretario de las mismas. Él habitaba en el piso
inferior, donde estaba la vicaría de pastoral. Y con esto, he descrito todo el
escenario.
O casi. Abajo estaba además el cuarto de la
multicopista, donde regía, y sigue rigiendo, X. Y arriba, el santo tribunal diocesano
y, al fondo, el archivo de boletín diocesano, que en gloria esté.
Ya no recuerdo si me dirigí al despacho de la
habitación contigua o esperé un rato y bajé a preguntarle al de abajo, pero
está claro que aquella mañana no salí del palacio arzobispal sin haber
localizado el valle que me recomendaba visitar. Verás un románico…, me resumió
sin terminar la frase.
Como entonces no frecuentaba internet, estamos en el
año 1994, hube de informarme por otros medios más rústicos y difíciles de
consultar.
Así que este verano haremos turismo cultural.
Sin miedo al porvenir, iniciamos nuestro periplo
pirenaico de aquel año como siempre por Zuriza. Luego el siguiente, Oza, y el
siguiente… Al final, tras recalar en Benasque, pasamos a Boí. Y como a mí ni la
cultura me obliga, nos hospedamos en lo alto de Taüll, en un camping que aún se estaba montando.
Ya desde bien temprano bajamos a visitar iglesias:
Sant Climent y Santa María de Tahull, San Juan de Bohí, Santa Eulalia de
Erill-la-Vall, San Félix de Barruera, Natividad de la Madre de Dios de Durro,
Santa María de Cardet, Santa María de la Asunción de Coll y la ermita de San
Quirce de Durro.
Toditas las visitamos, pero no en todas pudimos
contemplar el interior. Y no digo que afortunadamente, pero casi: las pinturas
eran meras copias. Los originales estaban en la capital del condado, o sea,
Barcelona.
No aguantamos mucho allí, y pronto volvimos a
nuestros fueros, o sea, campo abierto.
Al terminar el recorrido del valle me preguntaba
cómo José me había recomendado tal visita. Precisamente él, que había ideado —y
materializado espléndidamente— las Edades del hombre para que supiéramos qué
había en qué rincones de nuestra tierra castellana, sin hurtar a los lugareños
la riqueza que atesoraban desde tiempo inmemorial.
En el país catalán se llevaron la caza y dejaron en
su lugar meros señuelos. Si quieres ver mis trofeos vienes a la capital, pagas
y te vas.
No tengo ahora que valorar, ni soy quien para
hacerlo, la pedagogía catequética de José Velicia. Insistía una y otra vez en
que los cuadros, las tallas, los relieves, los libros, la música… todo ello
tenía un lugar concreto para el y en el que se concibieron, y unas gentes que
son sus primeros y auténticos destinatarios, al tiempo que sujetos agentes del
conjunto. Y que prescindir de ellos rompe el sentido, lo cambia por completo,
de tal modo que ya no se pueden comprender en su propio ser.
Ideó unas exposiciones para que aquellas enormes
colas de visitantes que se dieron en Valladolid (El Arte en la Iglesia de Castilla y León), Burgos (Libros y documentos en la Iglesia de Castilla y León), León (La música en Castilla y León) y Salamanca (El Contrapunto y su morada), se repitieran luego por
villas, pueblos y ciudades de la región castellano leonesa, en visita no sólo
turística, sino cargada de interés humano, incluido el religioso.
En mí, al menos, lo consiguió.
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