Estuve de primera comunión, y todo me sonaba a
conocido. Claro, me diréis, la melodía es igual para todos. Me refiero a que
tratándose de una celebración con niños y para niños, aquella ceremonia no se
ciñó al ritual exactamente, sino que funcionó con cierta libertad. Y no sólo
resultaban cercanos los gestos, incluso las frases… Mientras trataba de seguir
el ritmo que el buen fraile que atiende aquel pueblo de los montes Torozos daba
a la liturgia, mis pensamientos volaban veinte años atrás, cuando Alicia se
presentó con los papeles que usaban en la parroquia de San Andrés. ¡Zas! De
allí procede todo esto, me dije a mí mismo cuando se me encendió en pilotito.
Hacía muchísimo tiempo que no asistía como invitado
a una ceremonia así; tanto que no recuerdo detalle alguno, sólo que era en un
colegio y se trataba de mi prima más pequeña. A partir de entonces me ha tocado
a mí idear y organizar el evento. Tenía, pues, cierto interés por ver qué se
hacía en otros sitios.
Mi presencia era obligada. Había estado en la boda
de los padres, presidiendo y haciendo de testigo oficial. Bauticé a Celia y a
Lucas, con la venia del párroco de turno, en sendas celebraciones distanciadas
según su fecha de nacimiento. No ir tras la invitación, con la excusa
justificada de obligaciones que cumplir, no era de recibo. Los curas siempre
tenemos misas que celebrar como recurso.
Acompañaba el pueblo entero, porque era la misa
dominical; aún ocurre esto en nuestra tierra. Sonó el armonio, cantó el coro y
participó la gente. Las mamás, que habían sido las catequistas del grupo,
hicieron de guías con moniciones, lecturas y demás. Los dos niños y las dos
niñas hicieron lo que les correspondía, hacer de niños y de niñas. Los
invitados y la feligresía congregada sabían lo que se hacía y nadie tuvo que
imponer silencio y solicitar respeto. No en todas partes pueden contar lo
mismo.
Comulgaron junto con sus papás por intinción, pero
nos daban la espalda de modo que no pude ver si abrían la boca y sacaban la
lengua, o ponían sus manos para recibirla. Nadie estubo cámara en ristre para sacar
el momento de frente, salvo que el celebrante llevara una colgada al cuello.
Hasta en eso se guardaron las maneras.
No me disgustó el conjunto de la ceremonia, aunque
distara de como lo hacemos aquí. Y confieso que me sorprendió gratamente.
Luego vino lo que tenía que venir, y compartimos
espacio con una boda y otras dos comuniones. Eso no admite discusión ni se
presta a mejor comentario; había que estar y disfrutar.
Ojala Celia y Lucas guarden buen recuerdo de este
día. Felices sí parecían, sonrieron, besaron, fueron besados, y jugar jugaron
cuanto quisieron. Cuando les dejé, allí seguían con ganas de no terminar.
Dicen que en la Roma del siglo III en el bautizo de
infantes se les hacía beber de tres cálices: uno de agua, otro de vino y el
tercero de leche y miel; bebidas simbólicas de otro mundo en este mundo,
el paraíso perdido rescatado en unos sorbos. En la Iglesia Ortodoxa griega al
neófito se le introduce en la boca una partícula de pan consagrado empapado en
el vino consagrado. Aquí y ahora, advertidos de los peligros del vino, los
peques temen comulgar bajo las dos especies; ya en los ensayos algunos se
niegan y otros ponen caras raras a pesar de ser dulce y suave.
Celia y Lucas, Alberto y la otra niña cuyo nombre no
retuve, afortunadamente no se transformaron en seres angélicos. Participar del
único cáliz y del único pan de su Primera Comunión produce efectos a largo
plazo. Son jóvenes y tienen mucho tiempo por delante.