Oh, Cristo, dejado solo y traicionado también por los tuyos.
Oh, Cristo, juzgado por los pecadores y condenado por los jefes.
Oh, Cristo, golpeado en tu carne, coronado de espinas, vestido de
púrpura.
Oh, Cristo, atrozmente clavado.
Oh, Cristo, atravesado por la lanza que
ha partido tu corazón.
Oh, Cristo, muerto y sepultado. Tú que eres el Dios de
la vida y de la existencia.
Oh, Cristo, nuestro único Salvador, volvemos otra vez a ti este año con
los ojos bajados de vergüenza y con el corazón lleno de esperanza.
Qué vergüenza por todas las imágenes de devastación y de destrucción,
de naufragios, que se han convertido en ordinarias para nosotros.
Vergüenza por la sangre inocente que cotidianamente se derrama de
mujeres, de niños, de emigrantes, de personas perseguidas por el color de su
piel, o por su pertenencia étnica, social o por su fe en ti.
Vergüenza por las demasiadas veces que, como Judas y como Pedro, te
hemos vendido y traicionado, y dejado solo para morir por nuestros pecados, escapando
como cobardes de nuestras responsabilidades.
Vergüenza por nuestro silencio frente a la injusticia, por nuestras
manos vagas para dar y ávidas para quitar y confiscar, por nuestra voz que
defiende nuestros intereses y tímida para hablar de los intereses de los otros,
por nuestros pies veloces sobre el camino del mal y paralizados sobre el del
bien.
Vergüenza por todas las veces que nosotros, obispos, sacerdotes,
consagrados y consagradas, hemos escandalizado y herido tu cuerpo, la Iglesia,
y hemos olvidado nuestro primer amor, nuestro primer entusiasmo, nuestra total
disponibilidad, dejando arruinado nuestro corazón y nuestra vocación.
Tanta vergüenza, Señor…
Pero nuestro corazón también está nostálgico de la esperanza confiada
en que tú nos tratas no según nuestros méritos, sino según la abundancia de tu
misericordia; que nuestras traiciones no hacen venir a menos la inmensidad de
tu amor; que tu corazón materno y paterno no nos olvida por la dureza de
nuestras vísceras.
La esperanza segura de que nuestros nombres están escritos en tu
corazón y que estamos colocados en la pupila de tus ojos.
La esperanza de que tu cruz transforma nuestros corazones endurecidos en
corazones de carne capaces de soñar, de perdonar y de amar; que transforma esta
tenebrosa noche de tu cruz en alba fulgurante de tu resurrección.
La esperanza de que tu fidelidad no se basa en la nuestra, la esperanza
de que la lista de hombres y mujeres fieles a la cruz continua y continuará a
vivir fiel como la levadura que da sabor, y como la luz que abre nuevos
horizontes en el cuerpo de nuestra humanidad herida.
La esperanza de que tu Iglesia buscará ser la voz que grita en el
desierto de la humanidad para preparar el camino de tu regreso triunfal cuando
vengas a juzgar a los vivos y a los muertos.
La esperanza de que el bien vencerá a pesar de su aparente fracaso.
Señor Jesús, hijo de Dios, víctima inocente de nuestro rescate, delante
de tu misterio de muerte y de gloria, ante tu patíbulo nos arrodillamos
avergonzados y esperanzados, y te pedimos que nos laves en el lavatorio de la
sangre y del agua que brotaron de tu corazón abierto.
Perdona nuestros pecados y nuestras culpas.
Te pedimos que te acuerdes de nuestros hermanos arrancados por la
indiferencia de la guerra y de la violencia.
Te pedimos romper las cadenas que nos tienen prisioneros en nuestro
egoísmo, en nuestra ceguera voluntaria y en la vanidad de nuestros cálculos
mundanos.
Oh Cristo, te pedimos que nos enseñes a no avergonzarnos jamás de tu
cruz, a no instrumentalizarla, sino que la honremos y la adoremos porque en
ella tú nos has manifestado la monstruosidad de nuestros pecados, la grandeza
de tu amor, la injusticia de nuestros juicios y la potencia de tu misericordia.
Amén.
Papa Francisco. Oración en el Via crucis del Viernes Santo.
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