Sebastián y Kichijirô en Chinmoku (Silencio), 1971, de Masahiro Shinoda |
Terminé la novela
justo al amanecer el 6 de febrero, día en que la Iglesia Católica celebra a los
mártires de Japón santos Pablo Miki y compañeros*. Silencio (Chinmoku) de Shūsaku Endō, una historia novelada, o una
novela cuasi histórica, que relata un episodio concreto ficticio, —pero más que
posible, probable— de aquella terrible época en el país del sol naciente en que
se prohibió el cristianismo, siglo XVII. Apagué la luz y tardé demasiado tiempo
en conciliar el sueño. ¡Qué difícil relajarse con la tensión acumulada!
Dejé de pensar en
Sebastián Rodrigo, el jesuita protagonista, muerto en vida antes de morir
definitivamente tras su gesto de apostasía simulada o real, allá él y sus
circunstancias. Ocupó su lugar un personajillo descrito en la novela con muy
peyorativos adornos: “En la habitación entró tambaleándose un borracho cubierto de
harapos. Su nombre, Kichijirô. Su edad, veintiocho o veintinueve años. Por lo
que respondió a las breves preguntas que le hicimos, supimos que era pescador,
de la región de Hizen, cerca de Nagasaki, y que, antes de la rebelión de
Shimabara, fue recogido por una nave portuguesa cuando flotaba a la deriva
sobre el mar. Borracho y todo, era un hombre de mirada ladina. Durante nuestra
conversación, con frecuencia desviaba la vista”.
Lejos de resultar un
ser ocasional —y providencial— para que los jesuitas penetraran en la
inexpugnable isla, Kichijirô va a ser permanente, tanto si está como si no. Su
presencia ocupa toda la narración y densa la trama hasta extremos para mí
insoportables. La mala impresión inicial del personaje no mejora con la acción,
aunque hay pinceladas que le dulcifican en algún momento, y es el contrapunto
que una y otra vez ha de enfrentar el protagonista en su lento progreso hacia
su destino final. Aquel ser ignominioso, cobarde, mendaz, remolón y borracho va
a convertirse en el yo de Sebastián cuando todo acaba:
“Aguzando el oído evocaba el
rumor de la brisa tiempo atrás, cuando estuvo encerrado en el calabozo, el
rumor de la brisa meciendo el follaje. Esa noche, como todas las noches,
evocaba en su alma el rostro de aquel hombre. El rostro del hombre que había
pisoteado.
—Padre, padre…
Se quedó mirando con ojos
hundidos hacia la puerta, de donde venía aquella voz conocida.
—Padre, soy yo, Kichijirô…
—Yo ya no soy un padre —respondió
en voz baja, abrazado a sus rodillas—. Márchate inmediatamente. Si te descubre
el «otoña» vas a meterte en un lío…
—Pero usted puede oír todavía mi
confesión…
—Qué sé yo… —el padre dobló la
cabeza—. Soy un apóstata, un sacerdote apóstata.
—En Nagasaki lo llaman a usted el
apóstata Pablo. No hay quien no sepa el nombre.
Abrazado como estaba a sus
rodillas, el padre rió tristemente. Sin que nadie viniera a contárselo, sabía
de tiempo atrás que le habían puesto ese mote. A Ferreira le llamaban el
apóstata Pedro y a él, el apóstata Pablo. A veces venían los niños a la puerta
y le daban la cencerrada gritándoselo.
—Por favor, escúcheme. Si puede
oír confesiones, aunque sea el apóstata Pablo, déme la absolución de mis
pecados. Por favor…
«¿Quién es el hombre para juzgar?
¿Quién mejor que el Señor conoce nuestra debilidad?», pensaba el padre en
silencio.
—Yo vendí al padre. Y pisé
también el «fumie»… —la voz llorona de Kichijirô seguía sonando en sus oídos—.
¿Sabe, padre? En este mundo hay débiles y hay fuertes. Los fuertes no se rinden
al tormento y podrán ir al paraíso, pero los cobardes de nacimiento como yo,
cuando los llevan al sitio del «fumie» y les dicen los guardias: «¡Pisa!», y
les empiezan a dar tormento…
«Yo también puse mi pie sobre el
«fumie». Este pie mío pesó sobre el rostro hundido de aquel hombre... El rostro
en que soñé cientos de veces. El rostro en que no dejé de soñar errante por los
montes y después en el calabozo.
Sobre el rostro del hombre al que
quise amar toda mi vida. El rostro estaba vuelto hacia mí desde la tabla. Un
rostro gastado, hundido, con aquellos ojos tristes. Y aquellos ojos tristes me
dijeron: “Písame... Sí, písame. Tienes los pies doloridos como tantos otros que
me han estado pisando hasta el día de hoy… A mí me basta que los pies os
duelan. Yo participo de vuestro dolor, vivo vuestro sufrimiento. Para eso estoy
en el mundo…”».
—Señor, me dolía que estuvieras
siempre en silencio…
—No estaba en silencio. Estaba
sufriendo contigo.
—Pero tú le dijiste a Judas:
«Vete… ». Le dijiste: «Vete y haz lo que tienes que hacer». ¿Qué fue de Judas,
Señor?
—Yo no le dije eso. Le dije a
Judas «hazlo» como te he dicho a ti «pisa». Porque Judas tenía dolorido el
corazón como tú tienes los pies…
Fue entonces cuando puso él su
pie sobre el «fumie», sucio de sangre y de polvo. Los cinco dedos de su pie
cubriendo el rostro del hombre que amaba. Aquel gozo violento, aquella emoción,
no la podría él explicar a Kichijirô…
—No existen fuertes y débiles…
¿Quién asegura que los débiles no han sufrido menos que los fuertes? —Se puso a
hablar atropelladamente, vuelto hacia la puerta—.
—Si no quedan padres en este país
que puedan oír tu confesión, tendré que hacerlo yo. Di al final las oraciones
de después de confesar… Vete en paz.
En Kichijirô la
tensión había desaparecido. Lloraba ahora ahogando sus sollozos. Por fin se
arrancó de la puerta. Él, Sebastián Rodrigo, había tenido la arrogancia de
conferir a aquel hombre un sacramento que sólo los sacerdotes en activo podían
dar. Sus compañeros le atacarían violentamente, le dirían que era un sacrílego;
pero aunque a ellos los traicionase, sabía muy bien que a aquel hombre no le
traicionaba. Le seguía queriendo de manera muy distinta que hasta ahora. Para
llegar a ese amor todo lo sucedido hasta ahora había sido necesario”.
A lo largo de su
apresurado proceso de acercamiento a la nueva realidad hasta ahora sólo
contemplada desde la lejanía, Sebastián había lanzado antes esta queja al
“vacío”:
“En tales ocasiones le hervía en
el pecho la desesperación: «¿Por qué esto a mí?». No sabía si los misioneros de
Macao y Goa se habrían enterado ya de su apostasía. Pero muy probablemente los
comerciantes holandeses, a quienes se permitía residir en Dejima, junto a
Nagasaki, habrían llevado ya la noticia hasta el mismo Macao y a estas horas
habría sido expulsado de su orden misionera. y no sólo eso, quizá había sido
despojado de sus derechos como sacerdote y lo miraría el clero como una lacra
de la que había que avergonzarse. «Pero, ¿a qué viene eso? ¿Qué significa eso?
El único que me puede juzgar por dentro es el Señor, no son mis compañeros… ».
Se lo decía a sí mismo, mordiéndose los labios, sacudiendo la cabeza.
Y sin embargo, a veces a media
noche, el fantasma de sus compañeros le desvelaba de repente y sentía sus uñas
afiladas arándole el pecho por dentro. Entonces se le escapaba un alarido y
saltaba de la cama. Tenía ante sus ojos un cuadro de la inquisición, la escena
del juicio final que describe la Apocalipsis.
«¿Lo podréis
entender? Sí, vosotros, los superiores de Europa y de Macao… » —y en las
tinieblas se volvía a sus compañeros abogando por su propia causa. «Vosotros
vivís tan felices misionando en sitios tranquilos y seguros, en sitios en que
no azota asoladora la tormenta de la persecución, de las torturas... Os quedáis
en la otra orilla y la gente os venera como a ministros de Dios fuera de serie…
Generales que mandan a la tropa a un frente de combate y se quedan en la tienda
de campaña al amor de la lumbre, eso sois vosotros. y, ¿cómo pueden esos
generales censurar a un soldado que ha caído prisionero? Pero no. Todo esto son
excusas tontas. Me estoy engañando a mí mismo» —se repetía negando
lánguidamente con la cabeza. «¿Por qué estas disculpas degradantes? He
apostatado, de acuerdo, y sin embargo, Señor, tú sabes muy bien, tú lo sabes,
que yo no he renunciado a mi fe. El clero se estará preguntando por qué he
apostatado. ¿Porque me aterraba el tormento de la fosa? Pues sí, eso es.
¿Porque no pude soportar los gemidos de los campesinos colgados de la fosa? Eso
es. ¿Porque cedí a la tentación de Ferreira y pensé que si yo apostataba,
aquellos pobres campesinos se salvarían? Exacto, eso es. Claro que a lo mejor
ese ceder por amor era sólo una excusa para justificar mi propia debilidad… »”.
Kichijirô, por su
parte, sólo se mira a sí mismo, no se engaña al verse como es, su escusa no le
da más que para una queja lastimera, fatalmente inevitable, una disculpa que a
pesar de ello le duele demasiado:
“Día nueve. Desde la mañana caía
una lluvia menuda como neblina. El bosque que había frente a nuestra cabaña
perdía sus contornos envuelto en la llovizna. Los tres cristianos subieron por
el bosquecillo. Mokichi parecía un poco agitado. Ichizo, como siempre,
fruncidas las cejas y el gesto reservado. Detrás de ellos, Kichijirô nos miraba
con aire resentido, con los ojos tristones de un perro apaleado por su amo.
—Padre, y si nos mandan pisar el
Cristo del «fumie»… —dijo Mokichi en un susurro, hundida la cabeza como si
hablase consigo mismo. Si no pisamos, no sólo nosotros, todo el pueblo sufrirá
el mismo interrogatorio. ¿Qué hacemos entonces, padre?
Sentí que el pecho me iba a
estallar de pena y, sin más, le di una respuesta que ustedes probablemente por
nada del mundo darían. Cruzaron por mi imaginación las palabras del padre
Gabriel, tiempo atrás, en la persecución de Unzen, cuando le pusieron delante
el «fumie»: «Prefiero que me corten la pierna antes que pisarlo». Sabía yo muy
bien que muchos padres y cristianos japoneses habían sentido lo mismo, al verse
frente a la santa imagen puesta ante sus pies. Y, sin embargo, ¿cómo iba a
poder exigir eso mismo de estos tres pobres hombres?
—¡Pisadlo, podéis pisarlo!
—grité, y al punto comprendí que había dicho algo que, como sacerdote, jamás
debió asomar a mis labios. Garpe me dirigió una mirada de reproche.
Kichijirô seguía con los ojos
empañados en lágrimas.
—Padre, ¿por qué nos manda «Deus»
tantos sufrimientos? Si nosotros no estamos haciendo nada malo…”
...
“Por la rejilla del ventanuco
podía ver a los guardias dando voces y más voces a un hombre embozado en su
capote de paja. Debido al embozo no podía saber quién era, pero estaba seguro
de que no pertenecía al grupo de los presos. Algo les suplicaba, pero los
guardias se lo negaban con la cabeza y trataban de quitárselo de encima. No
parecían hacerle caso. Sin embargo, de pronto:
—Si sigues así de pelma, te ganas
un golpe, ¿oyes?
El guardia levantó en alto una
estaca y el otro escapó hacia el portón como un perro callejero. Después volvió
al patio y allí seguía inmóvil en medio de la lluvia.
Al anochecer volvió a mirar otra
vez por la rejilla, y allí seguía el hombre del capote sin el menor desmayo,
inmóvil en medio de la lluvia. Los guardias parecían haberse resignado; ya no
salían de la garita. Cuando el intruso se volvió hacia él, se encontraron
mirada y mirada. Miraba él hacia el padre con gesto amedrentado y reculando dos
o tres pasos:
—Padre... —le dijo con una voz
que más parecía el aullido de un perro—. Padre, escúcheme, por favor. Tómelo
como confesión: escúcheme por favor…
El padre retiró el rostro de la
ventana, cerró sus oídos a aquella voz. No podía olvidar el sabor del pescado
seco, la sed que entonces le abrasaba la garganta. Aunque tratase de perdonar
de corazón a ese hombre, el resentimiento, la ira, no se borraban de su
memoria.
—¡Padreee… ! ¡Padreee… !
Continuaban las súplicas
lastimeras, lo mismo que el niño que se agarra a las faldas de su madre.
—Yo, padre, le he estado
engañando todo el tiempo. ¿No me quiere escuchar un rato? Pensando que a lo
mejor el padre me despreciaba, le he estado odiando a usted y a los cristianos.
He pisado el «fumie», sí, lo he pisado. Mokichi e Ichizo eran fuertes. Yo no
tengo esa fuerza…
Los guardias perdieron la
paciencia y salieron fuera estaca en mano. Kichijirô seguía gritando mientras escapaba:
—Pero mire, yo tengo mi excusa.
También los que pisan el «fumie» tienen su excusa. ¿O es que se cree usted que
lo hice por gusto? Estos pies míos me dolían al pisarlo. Sí, me dolían. Dios me
hizo cobarde de nacimiento y ahora me manda que imite a los valientes. ¿No es
eso absurdo?
Eran verdaderos alaridos que se
iban cortando, entrecortando más y más; después sólo una súplica; al final, la
súplica se fundió en llanto.
—Padre, un cobarde como yo, ¿qué
hace? ¿Qué puede hacer? Si entonces le denuncié, no fue por dinero, fue porque
me amenazaron los alguaciles…
—Pero, ¿no te irás de una vez?
Oye, largo, fuera —le gritaban los guardias asomando la cabeza por la garita—.
Vamos, ya está bien de abusar…
—Padre, escúcheme. He hecho una
cosa mala. He hecho algo que no tiene remedio. Guardias, ¡yo soy cristiano!
¡Encerradme en la cárcel… !
El padre cerró los ojos y se puso
a recitar el credo. Realmente, sentía cierta satisfacción en abandonar a su
suerte a aquel hombre que lloraba a gritos en medio de la lluvia. Aunque Cristo
rezase, ¿sería por Judas por quien rezaba, cuando Judas se ahorcó en el «campo
de la sangre»? Nada de eso estaba en la Escritura, pero aun suponiendo que
estuviera, él, en estos momentos, no podría asumir con sinceridad la misma
actitud. No sabía hasta qué punto podría creer uno a aquel hombre. Sí, es
verdad que estaba pidiendo perdón; pero él se inclinaba a creer que esos gritos
se debían a una emoción pasajera.
Poco a poco los
gritos de Kichijirô se fueron calmando hasta extinguirse. Miró por la rejilla y
vio cómo los guardias, malhumorados, se lo llevaban a empellones al calabozo”.
No sé si Martin Escorsese (Queens, Nueva York,
17 de noviembre de 1942) ha atinado al traducir la obra de Shūsaku Endō (Tokio, 27 de marzo de 1923 – Keio University
Hospital, Japón, 29 de septiembre de 1996) al celuloide. Tampoco si en 1971 lo
logró Masahiro Shinoda (Gifu, Japón,
9 de marzo de 1931). No he visto ninguna de las dos películas. He leído la
novela. He pasado muy mal rato. Tengo que volver a ella. Necesito releerla.
* Paulo Miki nació en el seno de una familia rica.
Fue bautizado a los cinco años con el nombre de Pauro (‘Paulo’). Fue educado
por los jesuitas en Azuchi y Takatsuki. Entró en la Compañía de Jesús y predicó
el evangelio entre sus conciudadanos. El poder japonés temió la influencia de
los jesuitas y los persiguió. Paulo Miki fue apresado junto con otros
compañeros cristianos, conocidos como los 26 mártires de Japón; dos de ellos
eran también jesuitas, el erudito Juan de Soan de Gotó y Diego Kisai, y los 23
franciscanos. Para servir de escarmiento a la población, fueron forzados a
caminar casi 1.000 kilómetros, desde Kioto hasta Nagasaki, por ser la ciudad
más evangelizada de Japón, y allí fueron crucificados el 5 de febrero de 1597.
Paulo predicó desde la cruz su último sermón y se afirma que perdonó a sus
verdugos, diciendo: «Yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la
orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio».
Todos los mártires fueron canonizados por el papa Pío IX en 1862 junto con el
religioso trinitario Miguel de los Santos, el santo bajo cuya protección me
puso mi mamá al bautizarme y darme su nombre.
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