“Chufla, chufla, como no te apartes tú...”



En cuanto entré en la cocina y me dispuse a hacer la comida, Bienve, el periquito que habita en esta casa desde que se incorporó por su cuenta hace ya… ¡casi siete años!, se acercó al bebedero con intenciones sanitarias. Empezó a salpicarse agua con su pico corvo y metía la cabeza lo más dentro que podía, que no era suficiente. Intenté rellenarle el pequeño depósito, pero me amenazó, y desistí; ya he probado sus picotazos cada vez que le repongo la comida.
Como tenía prisa por aviarme las habichuelas, coloqué en el suelo del jaulón una tapadera llena, pensando que ¡qué mejor para bañarse sino una bañera!
Pero, no. Bienve siguió jugueteando en el bebedero hasta que remojó todas sus plumas. Satisfecho, se subió al palo más alto y allí empezó a secárselas con parsimonia, mientras yo lo miraba con un ojo en tanto el otro seguía mis preparativos culinarios.
Visto todo, retomé mis obligaciones y dejé de prestarle atención. O viceversa, que me urgía cocinar. Y, mientras pelaba el ajo y picaba la zanahoria, pensaba en lo cabezotas que somos, animales incluidos, en mantenernos en nuestros usos y costumbres, aunque sean mejorables, manifiestamente superables.
Es de todos conocido que “cada maestrillo tiene su librillo”, y a él nos atenemos desde el rey hasta el último vasallo. No es que “siempre se haya hecho así”; es más bien “lo hago así porque me da la gana”. Pues bueno es uno.
De tal manera que cuando se trata de una colectividad en número respetable, los usos y costumbres de cada cual, que no los generales y comúnmente aceptados, provocan infinidad de pequeñas anomalías. Puertas de par en par, ventanas abiertas, luces encendidas, sillas revueltas, mesas descolocadas y libros comunes amontonados de cualquier forma como si los hubieran tirado a ver si caían de pie. O tumbados.
Esto no sólo pasa aquí. También ocurre, por ejemplo, en la piscina municipal donde acostumbro. Allí está el encargado sufridor, que no para el pobre de recoger y recolocar.
Pasa también en otros órdenes de la vida. Los que recogen el papel por mi barrio, también por ejemplo, tienen nuestro contenedor completamente abollado y desvencijado. Llegan, enganchan, izan, descargan, bajan, desenganchan, y no se preocupan si durante el proceso golpean hierro contra hierro de forma atronadora e inmisericorde. Total, que el pobre está hecho una pena. Y papeles revoloteando por el aire. Cuando se largan, lo han dejado todo sembrado.
No digo nada del barrendero, que ese es otra cosa. Claro que muy cerca hay un taller de coches, y la grasa no es su cometido. Tampoco los clínex ni las colillas. No sé qué será lo que su escoba barre, porque barrer sí barre.
En política pasan cosas parecidas, pero no quiero entrar ahí, que no toca hasta las elecciones. De momento queda aguantar.
El mundo eclesiástico, sin embargo, discurre de forma paralela a todo lo demás, aunque participa de similares vicios, porque no todo va a ser diferente. No es exageración decir que aquí “antes muertos que movidos”.
En fin, que no todos seremos baturros pero como si lo fuéramos.

¡Ay Nicaragua, Nicaragüita!



Esta noticia me ha llenado de pena. Resulta que en Solentiname hay un rico hotel que disputa nada menos que el presidente de Nicaragua, mejor dicho su señora, al por mí venerado anciano ya Ernesto Cardenal, religioso trapense, poeta, exministro sandinista y liberador de esclavitudes de todo tipo empezando por lo más elemental: el pan y la palabra. Lo había leído en un medio informativo de ultramar, pero hoy aparece en ElPaís peninsular. Una millonada le piden como indemnización por daños a terceros (?). No veo claros los motivos, pero todo apunta a que es por revancha política, traducida a moneda de curso legal. Ernesto Cardenal, que se metió y dejó la política por rebeldía contra lo que estaba viendo, ahora que sigue dando guerra, se ve ante los tribunales, y condenado.
¡Cómo no voy a estar apenado! Por el hecho en sí, y por lo que me imagino. Yo a Solentiname nunca la soñé como un apetecible turístico, sino como lugar entrañable de convivencia, donde las gentes sencillas salían de la esclavitud que supone la ignorancia y el desapego de sus autoridades para constituir un pueblo sabio y libre. Sus rostros los veía tras de sus palabras cuando comentaban los evangelios que yo leía ávidamente para transplantarlos a mi terruño. Tenían nombres propios: William, Donald, Rebeca, Olivia, Julio Guevara, Elbis, Gloria, Mariíta, Antenor, Tomás Peña, doña Chalía, Teresita, Natalia, Rosita, Pancho, María… Era Ernesto el guía, pero ellos actuaban por sí mismos desde lo que ya tenían dentro de sí antes de que él los “convirtiera” en protagonistas.
Eran la comunidad del Evangelio en Solentiname, una islita apartada de un país que entonces sabíamos que quería resurgir y tener voz propia.
Han pasado muchas cosas, incluida una guerra, y un viento huracanado se ha llevado la mayor parte, dejando aquello que viví con ilusión como un sueño irreal, inexistente.
Lo siento por Ernesto, pero mucho más por aquellos pobladores de Solentiname. ¿Qué será de todos ellos?
¡Viven! Están todos vivos, solo que un poco cambiados…

Un ser humano completamente necesario, a pesar de todo


Sebastián y Kichijirô en Chinmoku (Silencio), 1971, de Masahiro Shinoda



Terminé la novela justo al amanecer el 6 de febrero, día en que la Iglesia Católica celebra a los mártires de Japón santos Pablo Miki y compañeros*. Silencio (Chinmoku) de Shūsaku Endō, una historia novelada, o una novela cuasi histórica, que relata un episodio concreto ficticio, —pero más que posible, probable— de aquella terrible época en el país del sol naciente en que se prohibió el cristianismo, siglo XVII. Apagué la luz y tardé demasiado tiempo en conciliar el sueño. ¡Qué difícil relajarse con la tensión acumulada!
Dejé de pensar en Sebastián Rodrigo, el jesuita protagonista, muerto en vida antes de morir definitivamente tras su gesto de apostasía simulada o real, allá él y sus circunstancias. Ocupó su lugar un personajillo descrito en la novela con muy peyorativos adornos: “En la habitación entró tambaleándose un borracho cubierto de harapos. Su nombre, Kichijirô. Su edad, veintiocho o veintinueve años. Por lo que respondió a las breves preguntas que le hicimos, supimos que era pescador, de la región de Hizen, cerca de Nagasaki, y que, antes de la rebelión de Shimabara, fue recogido por una nave portuguesa cuando flotaba a la deriva sobre el mar. Borracho y todo, era un hombre de mirada ladina. Durante nuestra conversación, con frecuencia desviaba la vista”.
Lejos de resultar un ser ocasional —y providencial— para que los jesuitas penetraran en la inexpugnable isla, Kichijirô va a ser permanente, tanto si está como si no. Su presencia ocupa toda la narración y densa la trama hasta extremos para mí insoportables. La mala impresión inicial del personaje no mejora con la acción, aunque hay pinceladas que le dulcifican en algún momento, y es el contrapunto que una y otra vez ha de enfrentar el protagonista en su lento progreso hacia su destino final. Aquel ser ignominioso, cobarde, mendaz, remolón y borracho va a convertirse en el yo de Sebastián cuando todo acaba:
“Aguzando el oído evocaba el rumor de la brisa tiempo atrás, cuando estuvo encerrado en el calabozo, el rumor de la brisa meciendo el follaje. Esa noche, como todas las noches, evocaba en su alma el rostro de aquel hombre. El rostro del hombre que había pisoteado.
—Padre, padre…
Se quedó mirando con ojos hundidos hacia la puerta, de donde venía aquella voz conocida.
—Padre, soy yo, Kichijirô…
—Yo ya no soy un padre —respondió en voz baja, abrazado a sus rodillas—. Márchate inmediatamente. Si te descubre el «otoña» vas a meterte en un lío…
—Pero usted puede oír todavía mi confesión…
—Qué sé yo… —el padre dobló la cabeza—. Soy un apóstata, un sacerdote apóstata.
—En Nagasaki lo llaman a usted el apóstata Pablo. No hay quien no sepa el nombre.
Abrazado como estaba a sus rodillas, el padre rió tristemente. Sin que nadie viniera a contárselo, sabía de tiempo atrás que le habían puesto ese mote. A Ferreira le llamaban el apóstata Pedro y a él, el apóstata Pablo. A veces venían los niños a la puerta y le daban la cencerrada gritándoselo.
—Por favor, escúcheme. Si puede oír confesiones, aunque sea el apóstata Pablo, déme la absolución de mis pecados. Por favor…
«¿Quién es el hombre para juzgar? ¿Quién mejor que el Señor conoce nuestra debilidad?», pensaba el padre en silencio.
—Yo vendí al padre. Y pisé también el «fumie»… —la voz llorona de Kichijirô seguía sonando en sus oídos—. ¿Sabe, padre? En este mundo hay débiles y hay fuertes. Los fuertes no se rinden al tormento y podrán ir al paraíso, pero los cobardes de nacimiento como yo, cuando los llevan al sitio del «fumie» y les dicen los guardias: «¡Pisa!», y les empiezan a dar tormento…
«Yo también puse mi pie sobre el «fumie». Este pie mío pesó sobre el rostro hundido de aquel hombre... El rostro en que soñé cientos de veces. El rostro en que no dejé de soñar errante por los montes y después en el calabozo.
Sobre el rostro del hombre al que quise amar toda mi vida. El rostro estaba vuelto hacia mí desde la tabla. Un rostro gastado, hundido, con aquellos ojos tristes. Y aquellos ojos tristes me dijeron: “Písame... Sí, písame. Tienes los pies doloridos como tantos otros que me han estado pisando hasta el día de hoy… A mí me basta que los pies os duelan. Yo participo de vuestro dolor, vivo vuestro sufrimiento. Para eso estoy en el mundo…”».
—Señor, me dolía que estuvieras siempre en silencio…
—No estaba en silencio. Estaba sufriendo contigo.
—Pero tú le dijiste a Judas: «Vete… ». Le dijiste: «Vete y haz lo que tienes que hacer». ¿Qué fue de Judas, Señor?
—Yo no le dije eso. Le dije a Judas «hazlo» como te he dicho a ti «pisa». Porque Judas tenía dolorido el corazón como tú tienes los pies…
Fue entonces cuando puso él su pie sobre el «fumie», sucio de sangre y de polvo. Los cinco dedos de su pie cubriendo el rostro del hombre que amaba. Aquel gozo violento, aquella emoción, no la podría él explicar a Kichijirô…
—No existen fuertes y débiles… ¿Quién asegura que los débiles no han sufrido menos que los fuertes? —Se puso a hablar atropelladamente, vuelto hacia la puerta—.
—Si no quedan padres en este país que puedan oír tu confesión, tendré que hacerlo yo. Di al final las oraciones de después de confesar… Vete en paz.
En Kichijirô la tensión había desaparecido. Lloraba ahora ahogando sus sollozos. Por fin se arrancó de la puerta. Él, Sebastián Rodrigo, había tenido la arrogancia de conferir a aquel hombre un sacramento que sólo los sacerdotes en activo podían dar. Sus compañeros le atacarían violentamente, le dirían que era un sacrílego; pero aunque a ellos los traicionase, sabía muy bien que a aquel hombre no le traicionaba. Le seguía queriendo de manera muy distinta que hasta ahora. Para llegar a ese amor todo lo sucedido hasta ahora había sido necesario”.
A lo largo de su apresurado proceso de acercamiento a la nueva realidad hasta ahora sólo contemplada desde la lejanía, Sebastián había lanzado antes esta queja al “vacío”:
“En tales ocasiones le hervía en el pecho la desesperación: «¿Por qué esto a mí?». No sabía si los misioneros de Macao y Goa se habrían enterado ya de su apostasía. Pero muy probablemente los comerciantes holandeses, a quienes se permitía residir en Dejima, junto a Nagasaki, habrían llevado ya la noticia hasta el mismo Macao y a estas horas habría sido expulsado de su orden misionera. y no sólo eso, quizá había sido despojado de sus derechos como sacerdote y lo miraría el clero como una lacra de la que había que avergonzarse. «Pero, ¿a qué viene eso? ¿Qué significa eso? El único que me puede juzgar por dentro es el Señor, no son mis compañeros… ». Se lo decía a sí mismo, mordiéndose los labios, sacudiendo la cabeza.
Y sin embargo, a veces a media noche, el fantasma de sus compañeros le desvelaba de repente y sentía sus uñas afiladas arándole el pecho por dentro. Entonces se le escapaba un alarido y saltaba de la cama. Tenía ante sus ojos un cuadro de la inquisición, la escena del juicio final que describe la Apocalipsis.
«¿Lo podréis entender? Sí, vosotros, los superiores de Europa y de Macao… » —y en las tinieblas se volvía a sus compañeros abogando por su propia causa. «Vosotros vivís tan felices misionando en sitios tranquilos y seguros, en sitios en que no azota asoladora la tormenta de la persecución, de las torturas... Os quedáis en la otra orilla y la gente os venera como a ministros de Dios fuera de serie… Generales que mandan a la tropa a un frente de combate y se quedan en la tienda de campaña al amor de la lumbre, eso sois vosotros. y, ¿cómo pueden esos generales censurar a un soldado que ha caído prisionero? Pero no. Todo esto son excusas tontas. Me estoy engañando a mí mismo» —se repetía negando lánguidamente con la cabeza. «¿Por qué estas disculpas degradantes? He apostatado, de acuerdo, y sin embargo, Señor, tú sabes muy bien, tú lo sabes, que yo no he renunciado a mi fe. El clero se estará preguntando por qué he apostatado. ¿Porque me aterraba el tormento de la fosa? Pues sí, eso es. ¿Porque no pude soportar los gemidos de los campesinos colgados de la fosa? Eso es. ¿Porque cedí a la tentación de Ferreira y pensé que si yo apostataba, aquellos pobres campesinos se salvarían? Exacto, eso es. Claro que a lo mejor ese ceder por amor era sólo una excusa para justificar mi propia debilidad… »”.
Kichijirô, por su parte, sólo se mira a sí mismo, no se engaña al verse como es, su escusa no le da más que para una queja lastimera, fatalmente inevitable, una disculpa que a pesar de ello le duele demasiado:
“Día nueve. Desde la mañana caía una lluvia menuda como neblina. El bosque que había frente a nuestra cabaña perdía sus contornos envuelto en la llovizna. Los tres cristianos subieron por el bosquecillo. Mokichi parecía un poco agitado. Ichizo, como siempre, fruncidas las cejas y el gesto reservado. Detrás de ellos, Kichijirô nos miraba con aire resentido, con los ojos tristones de un perro apaleado por su amo.
—Padre, y si nos mandan pisar el Cristo del «fumie»… —dijo Mokichi en un susurro, hundida la cabeza como si hablase consigo mismo. Si no pisamos, no sólo nosotros, todo el pueblo sufrirá el mismo interrogatorio. ¿Qué hacemos entonces, padre?
Sentí que el pecho me iba a estallar de pena y, sin más, le di una respuesta que ustedes probablemente por nada del mundo darían. Cruzaron por mi imaginación las palabras del padre Gabriel, tiempo atrás, en la persecución de Unzen, cuando le pusieron delante el «fumie»: «Prefiero que me corten la pierna antes que pisarlo». Sabía yo muy bien que muchos padres y cristianos japoneses habían sentido lo mismo, al verse frente a la santa imagen puesta ante sus pies. Y, sin embargo, ¿cómo iba a poder exigir eso mismo de estos tres pobres hombres?
—¡Pisadlo, podéis pisarlo! —grité, y al punto comprendí que había dicho algo que, como sacerdote, jamás debió asomar a mis labios. Garpe me dirigió una mirada de reproche.
Kichijirô seguía con los ojos empañados en lágrimas.
—Padre, ¿por qué nos manda «Deus» tantos sufrimientos? Si nosotros no estamos haciendo nada malo…”
...
“Por la rejilla del ventanuco podía ver a los guardias dando voces y más voces a un hombre embozado en su capote de paja. Debido al embozo no podía saber quién era, pero estaba seguro de que no pertenecía al grupo de los presos. Algo les suplicaba, pero los guardias se lo negaban con la cabeza y trataban de quitárselo de encima. No parecían hacerle caso. Sin embargo, de pronto:
—Si sigues así de pelma, te ganas un golpe, ¿oyes?
El guardia levantó en alto una estaca y el otro escapó hacia el portón como un perro callejero. Después volvió al patio y allí seguía inmóvil en medio de la lluvia.
Al anochecer volvió a mirar otra vez por la rejilla, y allí seguía el hombre del capote sin el menor desmayo, inmóvil en medio de la lluvia. Los guardias parecían haberse resignado; ya no salían de la garita. Cuando el intruso se volvió hacia él, se encontraron mirada y mirada. Miraba él hacia el padre con gesto amedrentado y reculando dos o tres pasos:
—Padre... —le dijo con una voz que más parecía el aullido de un perro—. Padre, escúcheme, por favor. Tómelo como confesión: escúcheme por favor…
El padre retiró el rostro de la ventana, cerró sus oídos a aquella voz. No podía olvidar el sabor del pescado seco, la sed que entonces le abrasaba la garganta. Aunque tratase de perdonar de corazón a ese hombre, el resentimiento, la ira, no se borraban de su memoria.
—¡Padreee… ! ¡Padreee… !
Continuaban las súplicas lastimeras, lo mismo que el niño que se agarra a las faldas de su madre.
—Yo, padre, le he estado engañando todo el tiempo. ¿No me quiere escuchar un rato? Pensando que a lo mejor el padre me despreciaba, le he estado odiando a usted y a los cristianos. He pisado el «fumie», sí, lo he pisado. Mokichi e Ichizo eran fuertes. Yo no tengo esa fuerza…
Los guardias perdieron la paciencia y salieron fuera estaca en mano.  Kichijirô seguía gritando mientras escapaba:
—Pero mire, yo tengo mi excusa. También los que pisan el «fumie» tienen su excusa. ¿O es que se cree usted que lo hice por gusto? Estos pies míos me dolían al pisarlo. Sí, me dolían. Dios me hizo cobarde de nacimiento y ahora me manda que imite a los valientes. ¿No es eso absurdo?
Eran verdaderos alaridos que se iban cortando, entrecortando más y más; después sólo una súplica; al final, la súplica se fundió en llanto.
—Padre, un cobarde como yo, ¿qué hace? ¿Qué puede hacer? Si entonces le denuncié, no fue por dinero, fue porque me amenazaron los alguaciles…
—Pero, ¿no te irás de una vez? Oye, largo, fuera —le gritaban los guardias asomando la cabeza por la garita—. Vamos, ya está bien de abusar…
—Padre, escúcheme. He hecho una cosa mala. He hecho algo que no tiene remedio. Guardias, ¡yo soy cristiano! ¡Encerradme en la cárcel… !
El padre cerró los ojos y se puso a recitar el credo. Realmente, sentía cierta satisfacción en abandonar a su suerte a aquel hombre que lloraba a gritos en medio de la lluvia. Aunque Cristo rezase, ¿sería por Judas por quien rezaba, cuando Judas se ahorcó en el «campo de la sangre»? Nada de eso estaba en la Escritura, pero aun suponiendo que estuviera, él, en estos momentos, no podría asumir con sinceridad la misma actitud. No sabía hasta qué punto podría creer uno a aquel hombre. Sí, es verdad que estaba pidiendo perdón; pero él se inclinaba a creer que esos gritos se debían a una emoción pasajera.
Poco a poco los gritos de Kichijirô se fueron calmando hasta extinguirse. Miró por la rejilla y vio cómo los guardias, malhumorados, se lo llevaban a empellones al calabozo”.

No sé si Martin Escorsese (Queens, Nueva York, 17 de noviembre de 1942) ha atinado al traducir la obra de Shūsaku Endō (Tokio, 27 de marzo de 1923 – Keio University Hospital, Japón, 29 de septiembre de 1996) al celuloide. Tampoco si en 1971 lo logró Masahiro Shinoda (Gifu, Japón, 9 de marzo de 1931). No he visto ninguna de las dos películas. He leído la novela. He pasado muy mal rato. Tengo que volver a ella. Necesito releerla.

* Paulo Miki nació en el seno de una familia rica. Fue bautizado a los cinco años con el nombre de Pauro (‘Paulo’). Fue educado por los jesuitas en Azuchi y Takatsuki. Entró en la Compañía de Jesús y predicó el evangelio entre sus conciudadanos. El poder japonés temió la influencia de los jesuitas y los persiguió. Paulo Miki fue apresado junto con otros compañeros cristianos, conocidos como los 26 mártires de Japón; dos de ellos eran también jesuitas, el erudito Juan de Soan de Gotó y Diego Kisai, y los 23 franciscanos. Para servir de escarmiento a la población, fueron forzados a caminar casi 1.000 kilómetros, desde Kioto hasta Nagasaki, por ser la ciudad más evangelizada de Japón, y allí fueron crucificados el 5 de febrero de 1597. Paulo predicó desde la cruz su último sermón y se afirma que perdonó a sus verdugos, diciendo: «Yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio». Todos los mártires fueron canonizados por el papa Pío IX en 1862 junto con el religioso trinitario Miguel de los Santos, el santo bajo cuya protección me puso mi mamá al bautizarme y darme su nombre.