Esta pregunta ha estado martirizándome durante toda
la noche. No me asustaba la ola siberiana que se abalanzaba sobre nosotros,
según la amenaza de los señores y señoras meteorólogos; tampoco me preocupaba
que los señores y señoras—que alguna sí que hay— presidentes de autonomías se
reunieran con el jefe superior para decidir por nosotros y a favor/en contra nuestra;
y mucho menos me perturbaba el sueño el estado calamitoso de las veintiocho
persianas de plástico que protegen las ventanas de mi casa. Que los del psoe de
mi tierra estén como están, ni me quita el sueño ni me deja en ayunas. A mí lo
que de verdad me ha preocupado en estas veinticuatro horas últimas es si la
fecha de ayer era o no capicúa.
He acudido a la RAE y no he resuelto el problema.
Depende como quieras escribir, me ha respondido; si escribes como hablas, y
hablas correctamente, no debes complicarte la vida. Ante tan lacónica
contestación, no solo no he salido de dudas, es que tampoco he quedado con ganas
de volver otra vez a consultar. Porque ¿qué es hablar correctamente? y ¿qué
complicarme la vida? En cuanto a lo primero: no soy consciente de que me
expreso en mi lengua de manera correcta salvo que alguna persona así me lo
indique; y esto suele ocurrir cuando converso con gentes del otro lado del
charco o del norte o del sur de mi país. Y respecto a lo segundo: cada quien es
muy dueño/dueña de hacerse la vida rebuscada o simple, siempre que se guíe por
un hilo conductor que se entienda y se abra a la comprensión de los demás. En
caso contrario, ¿para qué hablar? Con escribir en mi diario sería suficiente.
Definitivamente 17 de enero de 2017, que, escrito incluso
en su forma más elemental de 17117 no es capicúa, expresado en palabras suena
como si lo fuera; se diga lo que se diga, bajo la autoridad lingüística tan
autorizada y reconocida como se considere. Me lo parece a mí, y es suficiente.
Y, por similares razones, este frío invernal que
disfrutamos no es excepción sino norma en el mes de enero en curso, la reunión
de ayer nos dejó a todos incluidos los señores y señoras presidentes
autonómicos tan fríos como es propio del invierno, las persianas de mi casa no sólo están viejas sino que
además lo son, y el pesoe de aquí y de acullá está hecho unos zorros se mire
por donde se mire.
Lo único que a mí ahora me ocupa, —ojito que no hay
preocupación alguna—, es solucionar lo que me atañe: el estado de las persianas.
Es así que cuando vino el señor instalador, muy
experimentado en este asunto, introdujo en el interior de cada lama final (que
es diferente en su forma) una barra de hierro por añadir peso y así bajaran sin
tener que tirar de ellas porque se quedaran a medio camino. Si al fabricar el
material hubieran tenido esto en cuenta habrían dado a esta lama que remata el
paño mayor densidad, pero se descuidaron o se ahorraron unos céntimos. El caso
es que ese hierro se ha oxidado con la humedad que han soportado las persianas
a lo largo del tiempo y ahora presentan este lamentable aspecto.
Procedo, pues, a desmontarlas una por una, y, tras
extraer el material defectuoso y defectuante, rellenar con arena (que no se
altera con la humedad, visto lo que ocurre en nuestras playas) los huecos
interiores taponando (con papel que es barato y húmedo resulta moldeable) las aberturas
de los extremos y volver a colocar en su lugar correspondiente las piezas reparadas.
Como no tiene más enjundia este asunto, sirvan las
imágenes siguientes como explicación suficiente. Enumerados los materiales, las
herramientas son bien elementales: destornillador para desmontar y volver a
montar, martillo y puntero para extraer las varillas oxidadas, papel, palillos
para atacar el papel mojado y convertirlo en tapones, cubo donde rellenar con
arena, y medidor con pico de verter para introducirla. Y paciencia, nada de
prisas.
Y sobró hierro viejo, óxido y arena…
No hay comentarios:
Publicar un comentario