Antes
de recibir la fuerza del Espíritu por medio del sacramento de la confirmación,
queremos deciros por qué damos este paso.
–
Queremos confirmarnos porque queremos confirmar nuestro bautismo, queremos
seguir siendo cristianos.
No
se trata de un gesto precipitado, que vayamos a realizar sin haberlo pensado.
A
la invitación de la comunidad cristiana a recibir la Confirmación, hemos
respondido que sí, pero esto no significa que tengamos las cosas muy claras y
que las dudas hayan desaparecido.
Seguimos
con ellas, y estamos nerviosos,
y
pensamos que aún no somos suficientemente maduros,
y
que nuestra fe todavía es pequeña,
y
nos preocupa qué quiere Dios de nosotros…
–
Queremos confirmarnos para continuar cerca de Jesús, para aumentar la confianza
en nosotros mismos, para participar en la construcción del Reino de Dios.
Sabemos
que nuestra vida no va a cambiar a partir de mañana; pero con alegría y
esperanza, y con la ayuda de familiares, amigos, y catequistas conseguiremos
orientar nuestra vida en la línea del Evangelio.
–
Finalmente queremos confirmarnos porque queremos vivir nuestra fe cristiana
no
solos sino en comunidad,
con
más madurez, sinceridad y confianza,
en
un grupo abierto a los demás,
para
enfrentarnos a los problemas propios y ajenos con coherencia y decisión.
Me piden los catequistas que reelabore el comunicado de los jóvenes que
se confirmarán el próximo domingo, para que no sea repetición de lo que dijeron
sus compañeros el otro día. Y aquí estoy yo, que ni soy joven ni me voy a
confirmar, tratando de ponerme en sus zapatos y escribir algo que al menos
pueda pasar por palabras suyas, y no un mero postizo.
Lo primero que me viene a la mente es mi bautizo, que recibí hace hoy
sesenta y ocho años. Me llevaste a bautizar en el día de tu cumpleaños, ausente
mamá que convalecía de un parto realizado en la casa familiar de un pueblo de
la Castilla profunda, con la asistencia del médico del pueblo, Agustín, y de
comadronas aficionadas pero expertas. Por eso mismo fue en Santa María, sólo
atravesar la calle, en lugar de en San Esteban, la parroquia, a la otra punta
del casco urbano.
Crecí con la fe que me fue concedida a los once días de mi existencia en
esta tierra, y con ella sigo tras haber vivido en ella sin amagos de renuncia ni menoscabo.
Más bien yo diría que en progresivo aumento, porque puedo ratificar lo que
escribiera santo Tomás de Aquino respecto de la caridad: “La caridad misma, por su propia especie, no tiene límite en su
crecimiento, dado que es una participación de la infinita caridad, que es el
Espíritu Santo. Es igualmente de virtud infinita la causa del aumento de la
caridad: Dios. Por último, tampoco por parte del sujeto se puede señalar límite
a ese aumento, ya que, creciendo la caridad, se incrementa la capacidad para un
aumento superior” (Suma Teológica II-II Qu.24 a.7).
No hay mérito por mi parte, he crecido en la fe como lo he ido haciendo
en los demás aspectos de mi vida: comiendo, jugando, durmiendo, estudiando,
trabajando, rezando. Es por esto que el gerundio es el tiempo verbal que más me
representa. Pero también a Dios, que no tiene otro nombre sino “Yo soy
estando”, traducción particular mía del hebreo YHWH.
Por supuesto que fue a través de ti y de mamá como Dios se valió para
ganarme. ¿De qué otra manera, si no? Luego fui descubriendo mi propio camino; y
también mi ritmo de andadura, mi equipaje y mi compañía. Nunca, sin embargo,
faltasteis tú y mamá, a pesar de no siempre coincidir, tampoco asentir; respeto
total, y silencio muchas veces. Discusiones y regañinas hubo, porque tu fe era
inamovible, y en maneras irreformables; en tanto que yo trataba de indagar y
encontrar respuestas, crear mi propia forma de creer en el mismo Dios en el que
tú siempre creíste.
Junto a vosotros fui descubriendo que era Iglesia. Y fui dócilmente conducido
a la Eucaristía, un 19 de mayo de 1955, el día de la Ascensión; y a la
Confirmación, un día normal de colegio y con Don José García Goldáraz, el
arzobispo que me crismó.
Luego llegó si vivir la fe sólo como Iglesia o también para la Iglesia;
y ahí aparecieron los problemas. Pero no era Dios quien los planteaba, era la
condición humana. Al final, como siempre en mi vida, Dios lo resolvió. A su
manera, por supuesto.
Papá, hoy cumples cien años, el once en la gloria del Buen Padre. Un
siglo ya para ti apenas es un instante; para mí, y para esta Iglesia que aún
peregrina, es una dura etapa que hemos de cubrir al estilo de San Pablo: “No es que ya haya conseguido el premio, o
que ya esté en la meta: yo sigo corriendo a ver si lo obtengo, pues Cristo
Jesús lo obtuvo para mí. Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio.
Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo
que está delante, corro hacia la meta, para ganar el premio al que Dios, desde
arriba, llama en Cristo Jesús” (Filipenses 3, 14).
Y porque esta singladura se está volviendo especialmente complicada,
estos chicos y chicas no lo tienen nada fácil; muchos de ellos carecen del
acompañamiento que yo tuve; algunos han de remar contra la corriente; y todos y
todas, vivimos en una realidad completamente diferente a la que yo, a su edad,
viví.
Por eso no soy el más indicado para reformar el comunicado que puedan
realizar unos adolescentes/jóvenes que piden la Confirmación. Aún así, voy a
intentarlo.
Besos para mamá.
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