Hoy, domingo de la Transfiguración, se me ha ocurrido citar a Umberto
Eco, recientemente fallecido, en la homilía, y no sé si he acertado.
Osé lanzar la idea de que tanto Abrán como Saulo como Jesús se tiraron
sin arnés desde el acantilado, en pos de una meta soñada, expresada en la
Escritura como misión recibida de Dios. Fieles a la promesa, y confiando profundamente
en quien la hacía, rompieron con todo; Abrán salió de Ur con lo puesto y llegó
a ser Abraham padre de multitud de pueblos, Saulo cambió la espada de
perseguidor por el evangelio para ser Pablo el Apóstol de los gentiles, y Jesús
llegó a ser el Cristo, previo paso por Jerusalén. La gloria a través de la
cruz.
La noticia fresca de su fallecimiento me dio pie para hablar del docto
profesor en semiótica, autor de más de cuarenta libros de sesuda sapiencia, que
tomó la opción a edad madura de lanzarse a la novela. En pos de su sueño
escribió El nombre de la rosa, una trama detectivesca… y pasó de ser un
desconocido ratón de biblioteca a un bum editorial en todo el mundo conocido,
con más de cincuenta millones de libros editados. Arriesgó todo su prestigio
acumulado al más estrepitoso fracaso de no ser leído ni por el bedel de la
biblioteca de su pueblo.
El caso es que en una residencia de ancianos donde celebro casi me
quitan la palabra y recitaron de corrido las siete novelas que Eco publicó,
incluso la más reciente, la del año pasado: Numero cero.
Entre mi gente, sin embargo, apenas se notaron algunos murmullos y como
un gesto de extrañeza al escuchar palabras como semiótica, nominalismo… en una
homilía.
¿Será que no procedía? ¿Impertinencia además de desacierto?
Definitivamente una rosa es una rosa, pero cuando tenga a mi mano la
primera rosa que florezca en el jardín, no pensaré en ninguna otra, sólo ella
me embriagará con su perfume, deslumbraráme con su belleza. Pero en ella
disfrutaré intensamente de la rosa y poco importará su nombre, se escriba como
se escriba.
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