Parece que estoy escuchando este grito al tirarme de la cama, en este
hermoso día de primavera más que de invierno. Si no fuera por los muchos fuegos
que arrasan los hermosos bosques de la cornisa cantábrica, esta sería una
estupenda manera de celebrar el día. Ya no hace falta colgarle a nadie un
monigote en la espalda para provocar, si no la risa, la sonrisa al menos. Ahora
basta decir: ¡empate a 1515!
Por mí seguirían encerrados en aquel polideportivo hasta que empezara
2016, incluso hasta después de reyes. Don Arturo no se lo merece. Ni los demás
tampoco. En un domingo, por cierto dedicado a la sagrada familia, en que no había
nada noticiable, muchos estuvimos pendientes de su decisión… que resultó salomónica.
Ni fumata blanca, ni fumata negra. Humo, simplemente.
Ya digo, si no fuera por esos malditos incendios…
Aunque nos lo tomemos a broma y la inocencia tenga tanto encanto, el
relato –inventado o histórico– que sustenta la fiesta de este día es trágico, y
habla de tiranos y de gente que sufre sus excesos a lo largo de nuestra más que
dolorosa historia. ¡Qué historia, madre mía, tan terrible!
Sarcófago de Blanca Garcés de Navarra, en el que se representa una escena de la matanza de los Inocentes. |
SANGRE DE INOCENTES
María - Jesús
estaba casi acabado de nacer cuando el rey Herodes -pero no éste de ahora, sino
su padre, que era tan canalla como él- mató a tantos paisanos allá por el sur,
¿se acuerdan?(1)
Mateo - Pero
ustedes ya estaban en Galilea, ¿verdad, María?
María - Ay,
sí, gracias a Dios ya habíamos regresado a Nazaret con el niño. Pero, y con
todo, Mateo, ¡te digo que pasamos unos miedos!
Mateo - Y
no era para menos. Aquellos últimos años del viejo Herodes fueron los peores.
Parece que él se olía ya su final y se volvió más y más cruel. Pero, cuéntanos
cómo lo pasaron por allá por tu aldea, María. Anda, cuéntanos…
Recuerdo muy bien a Mateo, el que había sido cobrador de impuestos,
escuchando atentamente aquellos relatos que María, la madre de Jesús, nos hizo
a todos los del grupo mientras esperábamos, reunidos en Jerusalén, la fiesta de
Pentecostés.
María - Tú
te acordarás, Mateo, porque el lío comenzó con tus colegas, cuando el bandido
de Herodes aumentó los impuestos. Sus recaudadores se regaron por todas partes.
Claro, iban bien custodiados por la policía por si acaso. De pueblo en pueblo y
de aldea en aldea, llegaban y avisaban la subida. Imagínense, medio siclo de
plata por cabeza. ¡Una barbaridad! Ya era demasiado abuso.
Hombre - ¡Medio
siclo! ¿De dónde rayos vamos a sacar medio siclo si no tenemos ni para un
puñado de dátiles? Maldita sea, pero ¿qué se ha creído este hijo de Satanás,
que puede seguir tirando y tirando de la cuerda sin que se rompa?
Mujer - ¡Una
hogaza de pan a tres ases, la leche subió a cuatro y el aceite ni se diga! ¡Y
encima, a regalarle plata al rey para que adorne su palacio! ¡Mala peste se lo
lleve!
Viejo - ¡Pues
aquí no pagaremos el impuesto! No, señor. Se acabó y se acabó. Yo no pago ni
medio siclo ni medio céntimo.
Hombre - Ni
yo tampoco. Y si quiere, que venga y nos degüelle a todos. ¡Para ver morir a
mis hijos de hambre un día y otro, mejor acabar de un sablazo!
Dicen que Herodes, cuando se enteró de que la gente protestaba, en vez de
aflojar, apretó más.
Herodes - ¿Cómo?
¿Que se quejan por el nuevo impuesto? ¡Ah, qué lástima! Mis súbditos no
comprenden lo necesario que es embellecer este Templo donde habita el Dios del
cielo y este palacio donde habito yo, el dios de la tierra. En fin, al que no
quiera pagar, métanlo preso.
Soldado - Son
muchos los rebeldes, majestad. No cabrían en las prisiones.
Herodes - Pues
entonces, mátenlos. En la fosa sí cabrán ¿verdad? ¡Sí, sí, así es más rápido y
mejor! Tampoco conviene que haya tantos campesinos. Si son muchos, se hace más
difícil controlarlos.
¡Cuántos habrán muerto por negarse a pagar el impuesto! ¡Y no sólo en
aquel año, que mientras ese desalmado estuvo gobernando, todo fue crimen y atropello!
¡Ay, yo no sé, yo a veces me pregunto cómo Dios permite que esos asesinos vivan
tanto tiempo y hagan tanto daño sin que nadie les pida cuenta de toda esa
sangre inocente!
Mateo - ¿Y
en Nazaret, María, también tuvieron problemas?
María - Bueno,
los abusos fueron mayores por el sur. Pero también en Galilea nos
sobresaltamos. Y los hombres de la aldea y de los otros rincones de por allá
hasta pensaron en salir fuera del país para no vivir con tanta zozobra.
Viejo - Pero,
compadre, ¿qué puede esperarse de un hombre que estrangula a los suyos? Pues
eso hizo Herodes con dos de sus hijos. ¿Y a la tal Mariana, la que dicen que
era su esposa más querida, no la mandó matar también?
José - Pues
si a los que quiere los mata, ¿qué nos queda a nosotros?
Vecino - Huir,
José, eso es lo que nos queda. Huir, irnos lejos, largarnos de una vez de este
desgraciado país.
José - Pero,
¿cómo dices eso, Rubén? ¿A dónde diablos vamos a irnos nosotros que ni un
carretón tenemos para cargar los trastos?
Vecino - A
donde sea. A la montaña. O a las ciudades griegas. O a Egipto, si hace
falta.(2) Y olvídate del carretón, compañero. Cuando hay que correr, hasta las
sandalias sobran.
José - ¿Y
abandonar uno su casa y dejar sus sembrados?
Vecino - ¿Y
qué quieres tú, José? Lo primero es el pellejo y nuestros hijos que están en
peligro. Piensa en tu muchachito. Piensa en María, tu mujer. ¿Eh, viejo, tengo
o no tengo razón?
Viejo - Bueno,
muchacho, puede que tengas razón y puede que haya que ponerse en camino. Pero,
¡qué fácil lo pintas tú! Se ve que tú no has estado por ahí, rodando por el
mundo. Yo sí, yo pasé unos años del otro lado del río. ¡Y allá no vuelvo ni
para recoger el alma que se me hubiera quedado!
José - Pues
por ahí, por Perea, más allá del Jordán, ¿no anda el compadre Neftalí y su
familia?
Viejo - Sí.
¡Y mira cómo le va! El otro día con la caravana de los moabitas supe que las
están pasando negras. Y tiene que ser. Se imaginan lo que es llegar a otro
pueblo, sin vecinos, sin amigos, sin entender un cuerno de lo que hablan los
demás porque tienen otra lengua y otras costumbres, y hasta otra comida,
caramba, que uno ya está hecho a comer su guiso y a beber su vino aunque le
salga agriado. Y luego, vete a mendigar trabajo y no te lo dan porque si no hay
sitio para los de dentro, ¿qué va a haber para los que vienen de fuera? Y así
un día y otro, y ves a los hijos que no encuentran su acotejo porque los demás
niños los miran como apestados y les dicen cosas, y la mujer que no te sale de
casa porque no aprende a hablar y no sabe desenvolverse ni en el mercado, y uno
se siente como que está de más, como entrometido. Y te va entrando una
tristeza… ¡Maldita sea, ésta es una soledad muy sola la de sentirse así, tan
lejos de todo lo de uno!
Vecino - Bueno,
viejo, pero tampoco uno por irse se tiene que dejar morir. Mire a Moisés, que
también estuvo en el exilio y luego regresó. Así que el que se va, se lleva la
esperanza de volver.
José - Pues
yo no quiero criar a mi hijo en tierra extraña. Yo no me voy.
Vecino - Los
hijos, siempre los hijos. Por ellos nos vamos y por ellos nos quedamos. ¿Y
sabes lo que yo pienso, José? Que estos tiempos no están para andar preñando
mujeres. Sí, sí, te lo digo en serio. ¿Saben lo que me contó un camellero de
Belén? Que en algunas aldeas del sur las mujeres están tomando no sé qué
brebaje para no parir.
Viejo - ¿Y
eso por qué, muchacho?
Vecino - Dicen
que no quieren tener hijos. Que para qué pasar tanto trabajo para tenerlos y
criarlos y luego que venga un guardia y le dé una cuchillada. Es dolor sobre dolor.
Así que, mientras ese sanguinario de Herodes esté en el trono, ellas no darán a
luz. Y hacen bien, caramba.
Viejo - Pues
no, yo creo que no hacen nada de bien. Al revés. ¿No comprendes que eso es lo
que quieren ellos? Que seamos pocos para tenernos bien ajustado el yugo. Si no
engendramos hijos, ¿qué esperanza tenemos de sacudirnos un día la barra que nos
han puesto sobre la nuca?
José - La
esperanza está en el Mesías, así dice el rabino. Pero, al paso que vamos, si no
se apura un poco…
Viejo - No,
hijo, no. El Mesías no se apurará si nosotros mismos no nos damos prisa. La
libertad no viene, hay que ir a buscarla. Mírate las manos. ¿No lo ves? Ahí
está el Mesías. Cierra el puño. Ahí está la fuerza del Mesías. Nuestra fuerza
son nuestros brazos. Nuestro único ejército son nuestros hijos y nuestras
hijas. Por eso ellos los matan, porque tienen miedo a que todas esas manos se
junten y todos los puños se aprieten, y entre todos zarandeemos el trono donde
está sentado el tirano. Tienen miedo y por eso matan. Herodes mata. El
emperador de Roma también mata. Todos, todos ellos se creen muy fuertes porque
matan, pero en el fondo tiemblan porque saben que, tarde o temprano, el pueblo
los echará abajo. Acuérdense, acuérdense de lo que pasó en Egipto hace mil años.
Cuando nuestros abuelos bajaron a aquella tierra, allá por los tiempos del
viejo Jacob, eran muy pocos, un grupito de nada. Pero, a fuerza de trabajar los
hombres y de parir las mujeres, fueron creciendo y llenando el país. Entonces
comenzaron los líos con el faraón, que era el mandamás de aquel lugar.
Faraón - ¡Maldición!
¿Qué diablos pasa con los hebreos que se multiplican como chinches?
Criado - Ya
usted sabe, excelencia, que los pobres, como no tienen otra cosa en qué
entretenerse, se acuestan temprano… ¡y claro, pasa lo que pasa!
Faraón - No
le encuentro la gracia.
Criado - ¿Por
qué no, excelencia? Mientras más sean, mejor. ¡Así usted tendrá más esclavos
para trabajar!
Faraón - Y también más bocas para protestar.
Criado - ¡Tendrá más brazos para levantar
pirámides!
Faraón - ¡Lo que tendré serán más brazos para hacerme
la guerra, imbécil! ¡Hay que aplastarlos!
Viejo - Y
eso hicieron los capataces de Egipto con nuestros abuelos. Les amargaron la
vida obligándoles a fabricar ladrillos, les hicieron doblar el lomo como
animales. Pero nuestras abuelas seguían pariendo hijos como si nada.
Faraón - ¡Maldición!
Aumentan, siguen aumentando, crecen como el pan, los veo por todas partes.
Criado - Hablando de pan, excelencia, los
esclavos dicen que no pueden trabajar, que tienen mucha hambre.
Faraón - ¡Lo que tienen es mucha
haraganería! Óyeme bien: si alguno protesta, ¡látigo con él!
Viejo - Y
con los trabajos forzados comenzaron las amenazas, los malos tratos, la cárcel
y… los crímenes. La situación se puso muy dura, cada vez peor. Como ahora, más
o menos. Como siempre que a un gobernante se le suben los humos y se cree que
es dios en la tierra. Pero el pueblo, como un río desbordado, seguía creciendo
y llenando el país.
Faraón - ¡Maldición!
Estas hebreas paren como conejas. Hay que cortar por lo sano. ¡Llama
inmediatamente a las comadronas!
Comadrona - A
la orden, faraón.
Faraón - Óiganme
bien, comadronas. Cuando asistan a las mujeres hebreas, si es un varón el que
saca la cabeza… ¿Entendido? A las hembras, déjenlas con vida. ¡Dentro de unos
años les servirán de diversión a mis soldados! ¡Ja, ja!
Viejo - Pero
aquellas comadronas tenían buen corazón y dejaban con vida a las niñas y
también a los niños…
Faraón - ¡Maldición de maldiciones! ¿Es que
no hay respeto a la palabra del faraón? ¿Por qué no han cumplido mis órdenes?
Comadrona - Lo
que pasa, señor faraón, es que las hebreas son mujeres fuertes. Vaya, que no
son tan delicadas como las egipcias, ¿usted comprende? Y antes de que lleguemos
nosotras a partearlas, ya ellas han dado a luz y hasta le han cortado el
ombligo.
Faraón - ¡Y
yo les voy a cortar a ustedes dos la cabeza por embusteras! ¿Qué quieren?
¿Burlarse de mí? ¡Pues ahora van a saber quién soy yo! ¡Aquí, todos mis
soldados, aquí! ¡Doy orden de matanza contra todos los niños hebreos menores de
dos años! Ahóguenlos en el río, pásenlos a cuchillo, lo que les sea más fácil,
¡pero que no quede ni uno!
Comadrona - Pero,
faraón, esos niños son inocentes.
Faraón - ¿Inocentes?
Ahora son inocentes, pero dentro de muy poco comenzarán a alborotar y se unirán
con los otros esclavos y se harán fuertes, ¡y nadie podrá contra ellos! Ahora
estamos a tiempo. ¡Mátenlos a todos!
Viejo - Y los guardias del faraón de Egipto
cumplieron aquella orden tan terrible y derramaron la sangre de muchísimos de
nuestros niños. Dicen que hasta en el cielo se oyeron los llantos de aquellas
madres. Eran como los gritos de Raquel cuando lloraba por sus hijos sin querer
ningún consuelo porque ya estaban muertos.
Vecino - ¿Y entonces, viejo?
Viejo - Bueno, el faraón pensó que ya todo estaba
resuelto, que se había salido con la suya. ¡Qué tonto! No sabía que en su
propia casa estaba criando al que luego le iba a dar el bastonazo, a Moisés, el
que le echó encima las diez plagas y levantó a todo el pueblo con él.
Vecino - En
aquellos tiempos fue Moisés…
Viejo - Y hoy
puede ser cualquiera de nuestros muchachos. Mira a Benjamín, el hijo de Rebeca.
Mira a Tino, el hijo de Ana. Mira a Jesús, el hijo de María. Nuestros niños
nacen. Hay esperanza. Ellos continuarán el camino que nosotros abrimos. Moisés
no llegó a pisar la tierra prometida. Pero los que vinieron detrás, sí. El
exilio dura cuarenta años, pero no más…
María - Aquella
noche, cuando José volvió a casa, estaba muy preocupado. Me contó del compadre
Neftalí, que se había ido. De Ismael y su mujer, que también se iban. Me habló
de muchos vecinos de la aldea que ya tenían dentro la comezón de escapar, de
irse lejos. Eran tiempos malos aquellos, la verdad. Te digo, Mateo, que aquel
viejo de Nazaret tenía razón. Lo que estábamos viviendo se parecía mucho a lo
que habían vivido nuestros abuelos allá en Egipto.
Mateo, el que había sido publicano, no perdía una sola de las palabras de
María, y las iba guardando cuidadosamente en su memoria.(3) Unos años más
tarde, cuando cogió la pluma para escribir su evangelio, tomó prestadas
aquellas historias antiguas de nuestro pueblo, y habló de Jesús como del nuevo
Moisés, el hijo que Dios había llamado de Egipto para liberar a sus hermanos.
Mateo 2,13-18
1. Cuando Jesús nació, aunque la influencia romana se dejaba sentir cada
vez con más fuerza en Palestina, aún gobernaba en el país el rey Herodes el Grande. Su reinado duró 40 años y durante él las clases
ricas de Jerusalén y su propia corte vivieron en un ambiente de lujos y
derroche hasta entonces desconocidos en el país. Los impuestos daban anualmente
a Herodes la suma de mil talentos, unos 10 millones de denarios. Herodes fue un
gran constructor. Su obra más importante fue la reconstrucción del Templo de
Jerusalén, llamado «el segundo Templo», pues el primero, construido por Salomón,
fue arrasado por los babilonios al invadir el país, 587 años antes de Jesús.
Otra de sus construcciones deslumbrantes fue la ciudad-puerto de Cesarea. La
escandalosa vida privada de Herodes, los enormes impuestos con que cargó al
pueblo, su crueldad y falta de escrúpulos, hicieron de él un rey temido y
odiado por sus súbditos. A su muerte, con la división del reino en cuatro
partes -una de ellas, Galilea, para Herodes Antipas, el que aparece en los
evangelios-, se consumó la anexión definitiva de Palestina al imperio romano.
2. Los tiempos de Herodes el Grande fueron tiempos de gran
enriquecimiento para los poderosos y de dolor para los pobres en toda la zona
de Galilea, la patria de Jesús. El ambiente era de represión, angustia, pobreza
e incertidumbres y muchos israelitas contemporáneos de José y María se iban
hacia Egipto y hacia otros lugares. «Huían»
de la miseria y de la persecución. Entre Israel y Egipto hubo desde los siglos
anteriores a Jesús unas relaciones muy estrechas. Las ciudades egipcias de
Elefantina y Alejandría eran sede de colonias de emigrantes judíos de gran
importancia. La «diáspora» -judíos en el exilio- se calcula en más de cuatro
millones de personas, frente al escaso medio millón que vivía dentro del
territorio de Israel. Esta emigración, tan abundante, se nutría de israelitas
acosados por la necesidad provocada por las periódicas hambrunas que padecía el
país o por la explotación a la que se sometía a campesinos y artesanos. También
emigraban grandes negociantes, que querían estar situados en las ciudades
mediterráneas que eran en aquel tiempo los más importantes centros comerciales.
3. Cuando Mateo escribió el evangelio, al contar los primeros años de la
vida de Jesús, hizo responsable a Herodes el Grande, un rey que tuvo reputación
de criminal entre sus súbditos, de la matanza de los inocentes, ligando este
hecho a la llegada de unos magos orientales a Jerusalén y a la huida a Egipto
de José, María y el niño. Estos tres relatos -el de los reyes magos, el de la
matanza de los inocentes y el de la huida a Egipto- no son hechos históricos,
son esquemas catequéticos. Lo que es histórico es la crueldad de Herodes y el
hecho de que en aquella época había en Egipto ciudades con importantes colonias
de emigrantes y exiliados judíos.
Con las historias de la matanza de los inocentes y de la huida a Egipto,
Mateo quiso vincular a Jesús con Moisés,
el gran liberador del pueblo. Cuando nació Moisés, el Faraón decretó la muerte
de todos los niños israelitas varones (Éxodo 1, 15-22). Ya mayor, Moisés tuvo
que huir al sur de Egipto para desde allí volver a liberar a sus hermanos (Éxodo
2, 11-15). Mateo incluyó hechos similares en la vida de Jesús para presentarlo
como «el nuevo Moisés».
[«Un tal
Jesús». José Ignacio y María López Vigil. Salamanca 1982. Volumen 2, págs.
1107-1115]
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