Aparecieron al raso en un cercano solar de la antigua finca Minaya, próxima a la
Cañada, un día frío de un cruel invierno. Les llevamos lo que pudimos. Eran
cuatro, los padres y sus dos hijas. De esto hace… demasiado tiempo.
Luego nació ella, y la familia recibió una vivienda social a la otra
punta de la ciudad, frente al cementerio. Al tiempo, se acercaron un poco,
dando una patada en la puerta de una vieja casa molinera de la zona de la
Esperanza.
Mientras tanto, levantada la veda constructora en lo que iba a ser la
expansión noble y deportiva de esta villa, a diario paseabamos, entre las obras
que iban surgiendo de seguido, camino del pinar. A cual más grande, más lujosa,
más altiva.
¡Míguel! Me
gritaba alguien desde un andamio. ¿Sabes cuánto
va a valer este chalé? ¡Cien millones! Respondía él antes de que yo
intentara una aproximación. En efecto, era todo un señor chalé lo que se
imaginaba a partir de aquella estructura en ciernes. Un mastodonte de casa.
Con el tiempo pasó lo que tenía que pasar. Se terminaron las obras.
Mejor, se interrumpieron. Unas casas se vendieron y se compraron. Otras, no. Al
final un banco se hizo con los restos.
Ahora ella tiene su domicilio en uno de esos chalés. No es suyo, es del
banco. Pero tiene llave. Se la pasó el anterior inquilino.
¿Sabes dónde te has metido? Le acabo
de preguntar. Con un encogimiento de hombros, me responde: Sólo pido que me dejen estar hasta que me den una vivienda. Yo quiero
pagar mi renta.
¿Tienes luz? Sí, pero no tengo
agua.
Ella no hace otra cosa porque no sabe. Desde que nació ha vivido así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario