El hereje, de don Miguel Delibes, es su última y más renombrada novela.
Es también, al decir de muchos, la más lograda. Al hilo del personaje central,
Cipriano Salcedo, el autor retrata la ciudad de Valladolid del XVI y nos permite
hacer un recorrido por el callejero contemplando lo que aún se conserva de
entonces y que la piqueta ha respetado. Porque algunos edificios están
prácticamente igual y otros están aunque ocultos. Desgraciadamente la mayoría
se ha perdido definitivamente.
Para facilitar la ruta, el ayuntamiento ha colocado once hitos que
pueden visitarse por orden, en desorden o curiosearlos aprovechando el paso por
las calles.
Paz Altés nos ha propuesto hacerla juntos, pero la fecha señalada no me
viene bien, y he pensado adelantarme aprovechando la mejor luz para que salgan
bien las fotos. No pienso hacerla a pie, como lo hará el grupo, porque voy a
estar entretenido en adivinar dónde están colocados los letreros y eso me
llevará tiempo. Paz sí lo sabe y va a tiro fijo. Yo voy a ir solito y en bici.
Así, pues, esta es
La Ruta del Hereje
Sinopsis
En el año 1517, Martín Lutero fija sus
noventa y cinco tesis contra las indulgencias en la puerta de la iglesia de
Wittenberg, un acontecimiento que provocará el cisma de la Iglesia Romana de
Occidente. Ese mismo año nace en la villa de Valladolid el hijo de don Bernardo
Salcedo y doña Catalina Bustamante, al que bautizarán con el nombre de
Cipriano. En un momento de agitación política y religiosa, esta mera
coincidencia de fechas marcará fatalmente su destino.
Huérfano desde su nacimiento y falto del
amor del padre, Cipriano contará, sin embargo, con el afecto de su nodriza
Minervina, una relación que le será arrebatada y que perseguirá el resto de su
vida.
Convertido en próspero comerciante, se pondrá
en contacto con las corrientes protestantes que, de manera clandestina,
empezaban a introducirse en la Península. Pero la difusión de este movimiento
será cortada progresivamente por el Santo Oficio. A través de las peripecias
vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, Delibes dibuja con mano maestra un
vivísimo relato del Valladolid de la época de Carlos V, de sus gentes, sus
costumbres y sus paisajes. Pero “El hereje” es sobre todo una indagación sobre
las relaciones humanas en todos sus aspectos. Es la historia de unos hombres y
mujeres de carne y hueso en lucha consigo mismos y con el mundo que les ha
tocado vivir.
Un canto apasionado
por la tolerancia y la libertad de conciencia, una novela inolvidable sobre las
pasiones humanas y los resortes que las mueven.
“Asentada entre los ríos Pisuerga
y Esgueva, la Valladolid del segundo tercio del siglo XVI era una villa de
veintiocho mil habitantes, ciudad de servicios a la que la Real Chancillería y
la nobleza, siempre atenta a los coqueteos de la Corte, le prestaban un
evidente relieve social. Con el Duero, Pisuerga y Esgueva, antes de
desmembrarse éste en los tres brazos urbanos, daban acogida, por un lado, a las
casas de placer de la aristocracia, mientras facilitaban, por otro, una suerte
de muralla natural a los periódicos asedios de la peste. El recinto propiamente
urbano estaba circuido por huertas y frutales (almendros, manzanos, acerolos) y
éstos, a su vez, por un círculo más amplio de viñas, que se extendían en
ringleras por los cerros y el llano, hasta el extremo de que las calles de
cepas, revestidas de hojas y pámpanos en el estío, cerraban el horizonte
visible desde el Cerro de San Cristóbal a la Cuesta de la Maruquesa. En la
margen izquierda del Duero, avanzando hacia el oeste, detonaban los nuevos
pinares, en tanto, más allá de las grises colinas, en dirección norte, una
ancha franja de cereal enlazaba el valle con el Páramo, una gran extensión de
pastos y encinas habitada por los pastores de ganado lanar…” (Capítulo I).
1er hito: La casa de los Salcedo
En la Corredera de San Pablo, actual calle de las Angustias, sitúa el
autor de la novela la casa de los Salcedo donde Cipriano, el protagonista, ve
la luz en 1517. En el magnífico entorno de la Plaza de San Pablo, también se
pueden contemplar muy de cerca el Museo Nacional de Escultura (Colegio de San
Gregorio) y el Palacio de Pimentel, donde naciera Felipe II.
“Antes de que se instalara la
Corte, la noche del 30 de octubre de 1517, el coche que ocupaban el hombre de
negocios y rentista, don Bernardo Salcedo, y su bella esposa, doña Catalina de
Bustamante, se detuvo ante el número 5 de la Corredera de San Pablo. Al salir
de la casa de don Ignacio, rubio y lampiño, oidor de la Real Chancillería,
hermano de don Bernardo, donde habían pasado la velada, doña Catalina había
confiado discretamente a su marido sentir dolores en los riñones y, en este
momento, al detenerse bruscamente los caballos ante el portal de su casa,
volvió a aproximar los labios a su oído para comunicarle en un susurro que
también notaba humedad en el nalgatorio. Don Bernardo Salcedo, poco experto en
estas lides, primerizo a sus cuarenta años, instó al criado Juan Dueñas, que
sostenía la portezuela del coche, que acudiese vivo a casa del doctor Almenara,
en la calle de la Cárcava, y le hiciera saber que la señora de Salcedo estaba
indispuesta y requería su presencia…” (Capítulo
I).
2º hito: El palacio del Licenciado Butrón
En la Plaza de Santa Brígida (o plaza de Las Brígidas) se encuentran los
restos de un convento –sólo la fachada; el resto, un solar oculto tras ella– y
en la esquina de la plaza con la calle de San Diego, lo que fuera el Palacio
del Licenciado Francisco de Butrón, abogado de la Real Audiencia y
Chancillería. El mundo de los letrados es representado en la novela por D.
Ignacio Salcedo, oidor de la Real Audiencia.
“Ignacio era el espejo en que la villa castellana se
miraba. Letrado, oidor de la Chancillería, terrateniente, sus títulos y
propiedades no bastaban para apartarle de los necesitados. Miembro de la Cofradía
de la Misericordia, becaba anualmente a cinco huérfanos, porque entendía que
ayudar a estudiar a los pobres era sencillamente instruir a Nuestro Señor. Pero
no solamente entregaba al prójimo su dinero sino también su esfuerzo personal.
Ignacio Salcedo, ocho años más joven que don Bernardo, de cutis rojizo y
lampiño, visitaba mensualmente los hospitales, daba un día de comer a los
enfermos, hacía sus camas, vaciaba las escupideras y durante toda una noche
cuidaba de ellos. Por añadidura, don Ignacio Salcedo era el patrono mayor del
Colegio Hospital de Niños Expósitos, que gozaba de prestigio en la villa y se
sostenía con las donaciones del vecindario.
Pero, no contento
con esto, con su quehacer profesional en la Chancillería y sus buenas obras,
don Ignacio era el vecino mejor informado de Valladolid, no ya sobre los nimios
sucesos municipales sino de los acontecimientos nacionales y extranjeros. Las
noticias últimamente eran tan abundantes que don Bernardo Salcedo cada vez que
recorría las calles Mantería y del Verdugo, camino de la casa de su hermano,
iba preguntándose: ¿Qué habrá sucedido hoy? ¿No estaremos sentados en el cráter
de un volcán?” (Capítulo IV).
“En seguida se lanzó, se lo dijo, le dijo que el
arzobispo Carranza había sido procesado y se pensaba en un juicio largo y
apasionado. Seguramente más de cinco años. Cipriano le confió que tanto en la
cárcel como fuera de ella había mucha presión contra él. Alzaba la cabeza para
ver a su tío, sentado en el sofá monjil, bajo el ingenuo cuadro de la Asunción
de la Virgen, acodado en los muslos, las manos con los dedos entrelazados, las
uñas muy pulcras. Continuó hablándole de Carranza, estaba dolido con las
declaraciones de Seso, Rojas y Pedro Cazalla que, según él, faltaban a la
verdad. Le habló de que el Inquisidor General había llegado a Valladolid y
había dicho que, de haberse tratado de otra persona, le hubiera prendido sin
más miramientos. Cipriano le indicó que el caballo de batalla había sido el
encuentro de Seso con Carranza después de convertir aquél a Pedro Cazalla. El
tío estaba bien informado y apenas le daba tiempo para responder; resultaba
evidente que no quería dejar un resquicio por donde las preguntas de su sobrino
pudieran filtrarse. Carranza afirmaba que Seso les había engañado a él y al
Santo Oficio, había hecho creer que su interpretación de las cosas provenía del
arzobispo. Mas las precauciones del nuevo presidente de la Chancillería fueron
insuficientes. Bastó una pausa mínima de su tío para que Cipriano formulara la
temida pregunta:
—¿C... conoce las sentencias, tío?
Don Ignacio Salcedo le miraba desarmado,
los ojos blandos, temblándole el labio inferior. Dijo mediante un esfuerzo:
—Me las han enseñado ayer.
Por mi cargo tenían que hacerlo.” (Capítulo XVI)
3er hito: La Plaza de Fabio Nelli
Los Palacios que rodean la Plaza de Fabio Nelli fueron residencia de
nobles como don Carlos de Seso, personaje histórico, o de ricos mercaderes
italianos que se asentaron en Valladolid, como Fabio Nelli, cuyo Palacio del
siglo XVI es hoy sede del Museo de Valladolid.
“Simultáneamente a la
erección de nuevos edificios, nació entre las clases pudientes la necesidad de
acondicionarlos, de amueblarlos conforme a las más exigentes normas estéticas
europeas. La decoración interior empieza entonces a ser considerada un arte. La
Corte y sus exigencias van imbuyendo en los vallisoletanos una propensión al
consumo cuya primera manifestación es el adorno. Incluso Teodomira Centeno, que
durante años se había conformado con un discreto pasar, se sintió arrastrada de
pronto por la fiebre de suntuosidad que impulsaba a sus convecinos. Para
Cipriano Salcedo, el derroche de su mujer revelaba, por una parte, un contagio
social y, por otra su carácter inestable. Teo explicaba de manera expresiva
esta debilidad: el día que no gasto cien ducados lo considero un día perdido,
confesaba a su marido. Esta obsesión por el gasto, junto a la observancia
rigurosa de la terapia del doctor Galache, llenaron su vida en aquellos días.
Con una particularidad, la tía Gabriela, tan reticente años atrás al matrimonio
de Cipriano, se convirtió de pronto en la más fiel amiga y aliada de su esposa.” (Capítulo XI)
4º hito: El almacén de la Judería y el Hospital de Expósitos
“Por la
mañana, tras el opíparo desayuno que le servía Modesta, don Bernardo se
encaminaba al almacén de la vieja Judería, en los aledaños del Puente Mayor, y
allí se encontraba con Dionisio Manrique […]” (Capítulo III).
En la Plaza de La Trinidad se encuentra el que fuera Palacio de los
Condes de Benavente –hoy Biblioteca Municipal–, donde se instaló en el XIX el
Hospicio de la ciudad, una institución que en el siglo XVI estaba a cargo de la
Cofradía de San José de los Niños Expósitos, lugar donde estudia Cipriano
Salcedo. En las cercanías se localizaba la Judería de Valladolid, donde los
Salcedo tenían su almacén de lanas y desde donde partían hacia Burgos,
atravesando el Puente Mayor, único que cruzaba en esta zona el río Pisuerga,
para vender la lana a Flandes a través de los comerciantes de Burgos.
“Don Bernardo sabía que en la villa no había centros
educativos que merecieran tal nombre, pero su hermano Ignacio era patrono mayor
del más afamado: el Hospital de Niños Expósitos, regido por la Cofradía de San
José y de Nuestra Señora de la O, dedicado a la formación de niños abandonados.
A su hermano le dolió la decisión:
—Ese colegio no es para personas de
nuestra clase, Bernardo.
Don Bernardo coqueteaba ahora con la
idea de dar una lección a la aristocracia, abrirle los ojos:
—Me han hablado bien de él.
Dispone de veintiocho camas para
becarios y mi hijo podrá pagar su alojamiento y el de cinco compañeros más si
es eso lo que hace falta para que le abran las puertas.
Don Ignacio se echó las manos a la
cabeza:
—El Hospital de Niños Expósitos vive de
la caridad, Bernardo. Y tú sabes que los chicos abandonados por sus padres no
suelen ser gente recomendable. Es un colegio serio porque los Diputados de la
Cofradía nos hemos empeñado en que lo sea y hemos puesto en la dirección a un
maestro competente.
A la doctrina, por
la mañana, a toque de campana, acuden chicos de toda condición e, incluso, en
el resto de las clases, admiten alumnos de pago. ¿No podría ser ésta la mejor
solución para Cipriano?” (Capítulo V)
5º hito: El convento de Santa Catalina
En la calle de Santo Domingo de Guzmán se asienta el convento de Santa
Catalina, de monjas dominicas, implicadas en el proceso del Doctor Cazalla
–Agustín de Cazalla fue un clérigo de tendencia humanista y erasmista, que fue
acusado, procesado y ajusticiado por crear un foco protestante en Valladolid–
junto a los conventos de Santa Clara y Santa María de Belén.
“Comenzó visitando
los tres conventos de la villa donde tenían adeptos y con los que hacía meses
que no se comunicaban: Santa Clara, Santa Catalina y Santa María de Belén.
Portaba cartas de presentación para las monjas y celebró charlas de locutorio
con las superioras: Eufrosina Ríos, María de Rojas y Catalina de Reinoso,
respectivamente. Las tres eran incondicionales pero el Doctor deseaba saber si
las nuevas ideas progresaban entre las novicias o permanecían estancadas. Su
difusión era arriesgada en los conventos, al decir del Doctor, ya que nunca
faltaban personas fanáticas prestas a ir con el cuento a la Inquisición.
Eufrosina Ríos le confirmó los temores del Doctor en el convento de Santa
Clara. No obstante, había sido una novicia, Ildefonsa Muñiz, profundamente
identificada con la Reforma, la que había introducido en el convento el
tratadito de Lutero “La libertad del cristiano”, y estudiaba la mejor manera de
difundirlo”. (Capítulo XII)
6º hito: El enterramiento de Doña Leonor de Vivero
La Capilla de los Fuensaldaña, hoy convertida en una de las salas del
Museo de Arte Contemporáneo Español, es el lugar en el que es enterrada Doña
Leonor de Vivero, madre del Doctor Cazalla y esposa del ilustrado y contador
real don Pedro de Cazalla, de esta guisa:
“El entierro se verificó en la capilla de
los Fuensaldaña, en el Monasterio de San Benito. Diez doncellas, casi niñas,
acompañaron el ataúd portando cintas azules y el coro del Colegio de los
Doctrinos, fundado pocos años antes en la ciudad, entonó las letanías
habituales. Cipriano Salcedo creía ver en aquellos muchachos a los antiguos
Expósitos, sus compañeros de infancia, y respondía a las apelaciones al
santoral con devoción y respeto: “ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis”,
decía para sí, y en el “Dies irae” de la epístola se prosternó sobre las losas
del templo y repitió la letra en voz baja, profundamente conmovido: “Solvet
saeclum in favilla: teste David cum Sibylla”.
La ciudad acudió en masa al sepelio de
doña Leonor. La reputación del Doctor, el hecho de que tres de los hijos de la
difunta participasen en la misa funeral, removieron el sentimiento religioso
del pueblo. Y, a pesar de sus grandes dimensiones, el templo no pudo dar
acogida a todos los asistentes, muchos de los cuales quedaron a la puerta, en
la explanada de acceso, devotamente, en silencio.
Las voces de los doctrinos resonaban en
la placita de la Rinconada y los transeúntes se santiguaban devotamente al
pasar frente a la iglesia. Terminada la ceremonia, el acompañamiento se reunió
en el atrio para las condolencias pero, en el momento de mayor recogimiento y
emoción, una voz varonil, bien timbrada y poderosa, estalló sobre el rumor del
gentío:—¡Doña Leonor de Vivero a la hoguera!
Se oyeron siseos imponiendo silencio y la afrenta no volvió a repetirse.
La ceremonia continuó al mismo ritmo, la multitud desfilaba ante los hermanos
Cazalla y algunos, más allegados o más decididos, se aproximaban a ellos y les
daban la paz en el rostro”. (Capítulo
XIV)
7º hito: La Casa de Alonso Berruguete
En la hoy calle del Doctor Cazalla estuvo la casa de doña Leonor de
Vivero, que servía de lugar de reunión para los conventículos o conciliábulos
de los luteranos. Muy cerca, junto a la iglesia de San Benito, aún está la casa
de Alonso Berruguete, el escultor recién llegado a la ciudad.
“Doña Leonor seguía el orden del día y él se
reservaba, como los divos, el final de la velada. El silencio era total en la
sala cuando doña Leonor anticipó que el conventículo iba a versar sobre las
reliquias y otras supersticiones y, para iniciarlo, leería alguno de los
diálogos de Latancio y Arcidiano del libro de Alfonso de Valdés, “Diálogos de
las cosas acaecidas en Roma”. El texto —dijo— mueve a la hilaridad pero les
ruego lo celebren con un poco de discreción dados la hora y el lugar en que nos
encontramos. Cipriano miró a Ana Enríquez, su cabeza erguido, el cuello blanco
sobresaliendo de la galera granate, su mano derecha, muy cuidada, aferrada al
respaldo del escañil delantero. Doña Leonor, antes de empezar la lectura,
advirtió que no pocas de estas creencias ridículas circulaban aún por nuestras
iglesias y conventos y se respetaban como artículos de fe. Abrió el libro por
donde indicaba la cinta y leyó: “Latancio” y, tras una breve pausa, continuó:
Decís muy gran verdad, mas mirad que, no sin causa, Dios ha permitido
esto, por los engaños que se hacen con estas reliquias que sacan dinero de los
simples, porque hallaréis muchas reliquias que os las mostrarán en dos o tres
lugares. Si vais a Dura, en Alemania, os mostrarán la cabeza de santa Ana,
madre de Nuestra Señora. Y lo mismo os mostrarán en León, de Francia. Claro es
que lo uno o lo otro es mentira si no quieren decir que Nuestra Señora tuvo dos
madres o santa Ana dos cabezas. Y siendo mentira ¿no es gran mal que quieran
engañar a la gente y quieran tener en veneración un cuerpo muerto que quizá es
de algún ahorcado?” (Capítulo XII)
“La reciente
instalación en la ciudad de Alonso de Berruguete dio ocasión a don Ignacio de
encargarle un panel de madera en relieve, lo que el artista llamaba “una tabla
de bulto”, representando a su mujer, doña Gabriela. Era una pieza de noble
calidad más por la factura que por el parecido. La tabla se hallaba en la
pequeña habitación que daba acceso a la biblioteca y don Ignacio, hombre muy
religioso y respetuoso con el arte, se descubría al pasar ante ella como si
fuera el Sagrario. Esta nueva asignatura del arte y el buen gusto estimulaba a
Cipriano.” (Capítulo
VI)
8º hito: La Taberna de Garabito
De la Plaza de
Fuente Dorada partía la Calle de Orates, en la que se encontraba el
Hospital de los Inocentes o de Orates, donde Cipriano se ve obligado a ingresar
a su esposa Teo, “La reina del páramo”, cuando esta enloquece. También sitúa la
taberna de Garabito, donde Bernardo Salcedo acudía a tomar vino con los amigos.
Y por aquí llegó el cortejo de los reos hacia el auto de fe desde la cárcel
secreta de la Inquisición hasta su cruce con la comitiva real, poco antes de la
Plaza Mayor.
“Caminaba despacio,
evitando las alcantarillas, atento al ´¡agua va!´ de las ventanas, hasta abocar
a la taberna de Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita verde
junto al rótulo, donde solían reunirse tres o cuatro amigos a degustar los
blancos de Rueda. El primer día que llegó, después de su larga ausencia, todos
le manifestaron que le habían echado de menos porque eran de esa clase de
amigos circunstanciales, de apeadero, tímidos, que habían asistido al sepelio
de doña Catalina, como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para
doña Catalina eran “los amigotes” y no encontraba expresión más ajustada para
designarlos. Pero los amigotes celebraron con unos vasos la reincorporación de
don Bernardo a las tertulias mañaneras. Él les habló de su “acceso de
melancolía” y, aunque ninguno de ellos sabía a ciencia cierta en qué consistía
este mal, le preguntaron, con la reiteración propia de los borrachos, cómo se
las había arreglado para pelarlo”. (Capítulo
III)
“—A esta señora hay que internarla
—dijo—. En la calle Orates tienen el Hospital de Inocentes.
No es un hotel de lujo pero tampoco es
fácil encontrar otro mejor en la ciudad. Los procedimientos son primitivos. El
enfermo vive atado a los barrotes de la cama o con grilletes en los pies para
que no escape. Claro que con un poco de dinero, pagando dos loqueros para que
la atiendan, pueden vuesas mercedes evitar esa humillación.
Don Ignacio Salcedo, que se había
mantenido en silencio, preguntó al doctor si no sería posible instalar a la
señora en un hospital normal, pagando aparte la vigilancia. El doctor asintió:
—El dinero es muy amable —dijo—. Con
dinero se puede conseguir en este mundo casi todo lo que uno se proponga.
Provisionalmente
trasladaron a Teo al Hospital de Inocentes de la calle Orates. El tío Ignacio
les acompañaba, pero cuando, a la puerta del hospital, dos loqueros intentaron
maniatar a la enferma, Teodomira se revolvió como una pantera, con tanto ímpetu
que uno de los enfermeros rodó por el suelo. Los transeúntes, atraídos por el
espectáculo, se detenían al pie de las escaleras, donde el enfermero había
caído, pero, unos minutos más tarde, Teo quedó instalada en el manicomio, al
cuidado de dos comadres de pago, dos mujeres aparentemente fuertes que, llegado
el momento, parecían capaces de dominarla”. (Capítulo
XIII)
“Al abandonar la calle Orates, la procesión de los
reos hubo de detenerse para ceder el paso al séquito real que subía por la
Corredera. La guardia a caballo, con pífanos y tambores, abría marcha y tras
ella el Consejo de Castilla y los altos dignatarios de la Corte con las damas
ricamente ataviadas pero de riguroso luto, escoltados por dos docenas de
maceros y cuatro reyes de armas con dalmáticas de terciopelo. Acto seguido,
precediendo al Rey —grave, con capa y botonadura de diamantes— y a los
Príncipes, acogidos con aplausos por la multitud, apareció el conde de Oropesa
a caballo, con la espada desnuda en la mano. Cerraban el desfile, encabezados
por el marqués de Astorga, un nutrido grupo de nobles, los arzobispos de
Sevilla y Santiago y el obispo de Ciudad Rodrigo, domeñador de los
conquistadores del Perú”. (Capítulo XVII)
9º hito: La Plaza Mayor
La Plaza Mayor
era en el siglo XVI la Plaza del Mercado y el lugar donde se celebraban todo
tipo de fiestas, tanto civiles como religiosas, así como los autos de fe. Tras el
incendio de 1561 se procedió a su reconstrucción diseñada por Francisco de
Salamanca por orden de Felipe II.
Aquí tiene lugar el cruel y detallado auto de fe
que protagonizaron Cipriano Salcedo y Valladolid el 21 de mayo de 1559. Actualmente
esta plaza sigue acogiendo todo tipo de eventos, como una competición de pádel, por ejemplo.
“Dato se hacía lenguas sobre la transformación de la Plaza Mayor en un
enorme circo de madera, con más de dos mil asientos en las gradas, cuyos
precios oscilaban entre diez y veinte reales, y, en torno al cual, se había
montado una guardia de alabarderos, reforzada en las horas nocturnas, después
de dos intentos de prenderle fuego por parte de elementos subversivos”. (Capítulo
XVII)
10º hito: La Calle de Santiago
Columna vertebral del casco histórico del Valladolid presente, la calle
de Santiago era el recorrido natural hacia las puertas de la ciudad. En la
iglesia de Santiago el doctor Cazalla predicaba cada viernes.
“Así se enteró Salcedo de la
existencia del doctor Cazalla, un hombre de palabra tan atinada que el
Emperador, en sus viajes por Alemania, lo había llevado consigo. No obstante,
Agustín Cazalla era vallisoletano y su regreso a la villa provocó un verdadero
tumulto. Hablaba los vienes, en la iglesia de Santiago llena a rebosar, y era
un hombre místico, sensitivo, físicamente frágil. De flaca constitución,
atormentado, tenía momentos de auténtico éxtasis, seguidos de reacciones emocionales,
un poco arbitrarias. Mas Cipriano le escuchaba embebido, lo que no impedía que
a su vuelta a casa le invadiera una cierta desazón… La gente abandonaba el
templo comentado las palabras del Doctor, sus ademanes, sus silencios, sus
insinuaciones, pero don Fermín Gutiérrez, más agudo e informado, siempre aludía
al fondo erasmista de sus pláticas…” (Capítulo VIII)
11º hito: La Puerta del Campo
En la Plaza
Zorrilla, fuera de los muros de la villa al atravesar la Puerta del
Campo, estuvo el núcleo de la mancebía que se concentraba en la
actual Casa Mantilla, antiguo Hospital de la Resurrección. Allí se asistía al
último acto del proceso contra los luteranos: la quema pública.
“Fuera ya de la Puerta del Campo, la concurrencia era
aún mayor pero la extensión del campo abierto permitía una circulación más
fluida. Entremezclados con el pueblo se veían carruajes lujosos, mulas
enjaezadas portando matrimonios artesanos y hasta una dama oronda, con sombrero
de plumas y rebocinos de oro, que arreaba a su borrico para mantenerse a la
altura de los reos y poder insultarlos.
Mas a medida que éstos iban llegando al
Campo crecían la expectación y el alboroto. El gran broche final de la fiesta
se aproximaba”. (Capítulo XVII)
Epílogo
“El capitán Berger, que había estado recostado en la
barandilla, dio media vuelta y se acodó en ella:
—Tengo entendido —dijo— que cada vez que
la Inquisición condena a un hombre por causa de un libro, este libro queda en
entredicho. Y no me refiero solamente a obras anticristianas. El “Catálogo de
Lovaina”, por ejemplo, prohibió hace seis años la “Biblia” y el “Nuevo
Testamento” traducidos al castellano. Es cosa sabida que el pueblo español está
condenado a desconocer el libro de libros.
Cipriano Salcedo miró de reojo al
capitán antes de hacer esta observación:
—La afición a la lectura ha llegado a
ser tan sospechosa que el analfabetismo se hace deseable y honroso. Siendo
analfabeto es fácil demostrar que uno está incontaminado y pertenece a la
envidiable casta de los cristianos viejos.
Se abrió un alto silencio entre los dos hombres que hizo perceptible el
leve murmullo de la estela bajo las estrellas”. (Preludio)
Fotos del evento, esta vez andando…
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