Primer aviso



Así sonó en medio del silencio, aquel cornetazo –o ¿fue trompetazo?–, que brotó de un móvil activo a pesar del lugar y momento. Me lo tomé por postrero, y corté.
Nada se había dado para que yo entendiera que me estaba alargando, por eso me sobresalté al pronto. No obstante, reconozco que tras una primera parte expositiva, en la que fui ágil y claro, luego vino otra, libre de papeles, en la que me fui “enrollando” y con toda seguridad estirando, sin añadir nada sustantivo que mereciera la pena.
Normalmente te das cuenta de que tus palabras no llegan o llegan pero se van, porque lo que dices suena a música celestial o es repetición de repetición de repe… Entonces tú mismo, como si llevaras montera, señalas el cambio o lo induces suavemente, si es que tienes recursos para ello, y continúas un poco más o rubricas. Pero no siempre sucede así. No basta tener tablas, hace falta mucho más.
El servicio litúrgico de la homilía es una de las tareas más difíciles con las que llevo enfrentándome desde hace casi cuarenta años. Justo cuando me dieron un azote en el culo y me mandaron a “funcionar”, tras ordenarme don José. La orden vino de su vicario general, don Modesto: “El uno de octubre debes empezar en” y se acabó la historia. O empezó, para mejor decir.
Anteriormente una sola vez tomé la palabra ante una magna asamblea, grande y variada en verdad: en la iglesia de los franciscanos del paseo de Zorrilla, un día de San José, día del Seminario. Habría allí no menos de 3.000 personas. Y entonces mal leí unas cuartillas que había confeccionado copiando de aquí y de allá. Nada digno de conservar en la memoria, mucho menos de decir que hizo historia.
Si volví a tomarla después, fue en modo conversación o diálogo, como por aquellos años se apuntaba de homilías compartidas o dialogadas. Tenían lugar en recintos más pequeños y en grupos de afines. Duraron lo que duraron, y ahora son un recuerdo que añoro y que lamento no fraguaran.
El caso es que, volviendo al principio, cada vez que me siento para preparar mi homilía del domingo, hablar solo yo y los demás en silencio, me devano la cabeza, y los sesos que supongo tengo dentro de ella, para encontrar el cabo del hilo que me sirva de conductor. Y cuando doy con él, lo agarro con fuerza para ver cómo a su alrededor hilvano frases que se engarcen una a otra para rubricar un mensaje que tenga sentido, consistencia y sea apetitoso y provechoso.
Mi tiempo me lleva. Mucho más de lo que nadie se imagina. Pero luego, viene la hora de la verdad: plantarse allí delante y desenredar la madeja.
Ahí siempre me siento novato. Físicamente lo noto en el temblor de las piernas y en mi voz que sale como sale, no como debiera salir.
Hay predicadores que aflautan la voz. Otros la enronquecen. Algunos elevan el volumen. Y no faltan quienes lo reducen en plan intimista y sugerente. Yo intento hablar de natural, pero no sé qué me sale. Nunca me he escuchado, nadie me ha grabado, no he llegado a ese nivel.
Algunas veces leo. Generalmente no. En ocasiones soy breve, claro, directo, didáctico y eficaz. Las más, sin embargo, me dejo llevar y he de buscar sobre la marcha cómo cerrar en redondo, sin flecos ni puntos suspensivos. Sé que se agradece que mire de frente, no a lo escrito. De lecciones ya pocos están necesitados, y se espera y desea ánimo, cercanía y comprensión.
El caso es que algunas veces me han felicitado y otras me han reprendido. Te has pasado con nosotros, no nos merecíamos tanto. Y alguna vez, muy pocas, se han lamentado de mi brevedad porque tal vez el asunto mereciera más desarrollo.
Acabo de descargarme un tocho para perfeccionarme. ¡Qué fácil es decirlo! Voy a ver si facilito también el hacerlo.
En fin, el domingo pasado, o sea ayer, me dieron el primer aviso, y yo entendí que había cambio de tercio. Obedecí.

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