En realidad no podría ser de otra forma, ya que no conozco pulgas
buenas. Y eso es lo que han sufrido Gumi y Berto: un ataque feroz. Qué digo
ataque, ha sido una auténtica invasión.
La cosa ha durado demasiado, porque al parecer los bichitos que corrían
por las barrigas de mis amigos a todo el mundo le parecían simples moscas,
talmente inofensivas. ¡Son pulgas! Lo parecen, pero no lo son, me replicaban.
Menos mal que llegó Víctor, las vio y me dio la razón. Y entonces empezó la
guerra. La pipeta que les venimos poniendo es pequeña, hay que aumentar la
dosis. Y la doblamos. Y nada. Hay que bañarles con un champú antipulgas. No
uno, hasta cuatro baños soportaron los infelices, sin decir ni mu. Y nada. Un
collar, hay que ponerles un collar. Y ahí lo tienen, de adorno. Aprovechando una escapadita al mar, me dije ésta es la mía. Y los sumergí en el salado elemento. ¡Qué tías, hasta saben bucear!
Tuvo que llegar el jefe con un paquete de polvos mágicos, y en un verbo,
tras espolvorearles por arriba y por abajo, se acabaron las malditas
entrometidas.
Haberlo dicho antes. De toda la vida, el mejor remedio para erradicar
las pulgas de los perros son “los polvos de las patatas”, dijo el galeno.
Ahora ambos duermen plácidamente, panza arriba y con las ingles en
pompa. Tienen la piel suave y limpia, y da gusto atusarles mientras ellos se
relajan.
Ya sabéis, amigos de los animales, contra las pulgas, “polvos de las
patatas”:
Santo remedio que, además de resolver el problema, resulta barato.
Exactamente 5,15 € la bolsa de kilo. Entre pipetas, collares y champú anti
pulgas, pasaron de… bueno, mejor que lo callo. Muchos euros.
Pero pulgas gordas, las de Granada. Esas van a necesitar algo más que
cipermetrina al 5 %. No me pregunto cómo han tardado los alpujarreños tanto en reconocerlas,
porque en casa tengo el techo de cristal. Pero ya identificadas, fuego a
discreción. La única pulga buena, la que está muerta. O desaparecida.
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