Solemos atribuir los grandes cambios a poderes inmensos. Porque –opino–
carecemos del tiempo suficiente para observar cómo poco a poco se ha fraguado,
y continúa haciéndose, el universo.
En nuestro imaginario pensamos en un big-bang de inimaginables
proporciones. Pero… ¿y si todo es de otra manera?
Cuando he contemplado el enorme cráter de Gurrudué, o la herida profunda
del cañón de Añisclo; cuando he paseado la vega del Pisuerga abierta de par en
par por el vial del cinturón de ronda sur; recorriendo los montes Torozos… no
me ha hecho falta demasiada matemática para realizar el calculo aproximado de
la duración de su gestación. Harían falta demasiados ceros para que la cifra pudiera
ser legible.
Es lo débil lo que, en su constancia, persistencia y obstinación, está
en el origen de casi todo.
La nieve y el hielo en el inhóspito Gurrudué. El agua blanca de una
pequeña fuente en el profundo Añisclo. Las arenas y depósitos de un simple río
castellano. La presión tectónica y un mar inmenso en los altos pucelanos.
Esta mañana, o sea ayer, me fijé en las hormigas que hay en el jardín
parroquial. Tengo una lucha desigual con ellas, y voy perdiendo. No levantan
pesas, ni corren maratones; tampoco comen lo que yo, ni nadan tanto. Sin
embargo pueden arrastrar pesos muy superiores al suyo, y poco a poco
hacen un sendero donde yo sería incapaz con su estatura.
No conozco ser vivo tan cabezota, tan tesonero y tan… Si hay que realizar cosas
imposibles, las hormigas.
Me tienen sorprendido.
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