Con este regusto amargo de boca, pero totalmente descansado, me tiro
esta mañana de la cama y abro la puerta para que Gumi salga a pegar ladridos al
amanecer. Pero no dio ni uno. Esta vez ni corrió ni ladró. Esperó tumbado a que
yo terminara de desayunar, me ajustara la botas para caminar y me dirigiera a
la cochera. Tardó en subirse al corsa; en realidad lo hizo cuando quiso. Así
que cuando llegué con Berto de la casa del otro lado de la calle, allí estaba
él, esperando a su padre, al que recibió a mordiscos y manotadas. Son extrañas formas de manifestar
cariño, pensé yo, acostumbrado y rendido a estas “fiestas” y alharacas del
pequeño hacia su progenitor. Por fin se decidió a subir y a dejarse encinturar,
porque él no puede ir de otra manera por carretera; ya está más que comprobado
lo peligroso que puede resultar llevarlo de otra manera.
El valle estaba solitario y aún había rocío sobre la hierba, cuando
empezamos a caminar. Bajamos al arroyo y lo atravesamos justo donde penden los
cascabelillos por docenas. Sin parar, agarro un puñado y los voy comiendo. El
acidillo me hace bien en la boca y retengo el último tito para irle dando
vueltas según voy caminando.
Subimos al páramo y entramos en las pajas. Ya hace tiempo que pasaron las
máquinas y trillaron. El rastrojo, limpio, espera a la ovejas, y se ven
“cabras” de espigas casi vacías o fofas del todo.
Volvemos a bajar al río y pasamos al otro lado, ya de vuelta. El
almuerzo no tiene hora fija, su momento es el de llegada.
Ya no tengo amargor de boca. Pesa, sin embargo, sobre mí una enorme losa
de no sé qué que no consigo apartar. Me fumo un “super mini” con el café que
llevo en el termo, y lo devuelvo a la bolsa de plástico en que lo he traído,
sin sospechar que poco rato después se va a hacer añicos contra las piedras.
Duras peñas las de Castromonte. Acaban de destrozármelo, tras más de
cuarenta años a mi servicio.
Antes de subir al coche para regresar a casa, tiro los restos de vidrio
en el contenedor de la plaza. Ya tengo dispuesto el reemplazo, pero ya no es lo
mismo; el sustituto es de puro plástico.
* En latín lo decían en solo
tres palabras: «corruptio
optimi pessima». La corrupción de los mejores es la
peor de todas. Se ve que nosotros necesitamos alguna más. ¿Será que nos
pensamos mejores que ellos? Pues ¡cuidadito!
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