Aquel verano, luego de haber pasado unos días en compañía de Toñi y
Roberto, decidimos atacar una zona hasta entonces no explorada. Se había puesto
especialmente difícil porque ya no dejaban subir en coche por el camino de
Vallibierna. O en autobús o pinrelando.
Ya no estaba con nosotros Moli, la primera, y era Pol, recién
llegado, quien velaba por nosotros. ¡Y qué bien lo hacía el condenado! Aún no
sabíamos que el jefe nos estaba preparando una versión actualizada, en pointer,
de la fallecida en combate.
Madrugamos como correspondía a la caminata que pretendíamos hacer:
llegar hasta los ibones de Coronas. Corría el mes de agosto de 1999.
La pista forestal sube y sube, dejando de lado lo que según los manuales
consultados fueron minas, sin explotar desde demasiado tiempo. Si al
principio parecía un paseo bajo los árboles que se unen por arriba, enseguida
cambió al dejar el bosque y volverse un zigzaguear entre la pared de la izquierda y el
precipicio a la derecha.
Primera parada: justo a la hora de almorzar, que en mi tierra ocurre
sobre las diez de la mañana. Cerca de una cabaña de pescadores junto al arroyo, una hermosa piedra nos ofrece al tiempo asiento y
mesa. Pol, como no podía ser de otra manera, comparte ambos con Pilar y
conmigo. Aprendía muy deprisa, tanto que aquel día mismo pudimos comprobarlo, ya a la bajada.
Justo a la izquierda, según se mira hacia el este, a cuyo fondo están
los ibones de Vallibierna, y antes del desvío que conduce a Llosás, comienza una
vereda, la escarpada, casi extenuante, subida.
Segunda parada: pero no para comer, sino para contemplar, en penosa ascensión, que allí no había tregua ni respiro. Se divisa un
amplio panorama sobre Benasque, pasa la mirada el macizo del Llardana, y a lo
lejos se aprecia el núcleo fuerte de monte Perdido. A nuestra espalda, un muro
aparentemente infranqueable lleno de espesa niebla, Maladeta y Aneto. Allí, hundido bajo los
hielos de la pendiente, está el lugar a donde vamos.
Tercera parada: los ibones de Coronas. Fonda y relajamiento en el de más arriba, el mayor. Hemos
llegado cuando teníamos que llegar y es momento de reponer fuerzas. Estamos más
que solos, perdidos en la inmensidad. (Dicen que en este lugar suelen congregarse multitudes para hacer noche y acometer la parte final de madrugada).
Todo alrededor de aquellos “charcos” invita a tumbarse y dejar pasar el
tiempo. Buena zona para vivaquear, comenté. Pero ni se nos ocurrió. Tampoco
pretendíamos subir más, no era nuestro objetivo. A tiro de piedra del paso de
Coronas camino del Aneto, nos bastaba con saber que no estaba fuera de nuestras
posibilidades. No habíamos ido a Pirineos sino a disfrutar y pasearlos, o
viceversa.
Ni que decir tiene que aquella noche, ya de vuelta a la tienda, dormí a pierna suelta. Tanto o más
que tras la subida al Cregüeña. Que también he disfrutado por tres veces. Una
con el Pol, aquel mismo año, y dos más ya con Moli, que aprendió a sortear las ciclópeas rocas del desagüe.
El caso es que al día siguiente escuchamos por la radio que el
“honorable” Jordi Pujol hacía público que había vivaqueado con sus hijos en
Coronas, según subían al Aneto. A mí poco me importó, salvo porque pudimos
cruzarnos en el camino y haber tenido alguna molestia por cuestiones de
seguridad y orden público. ¡Uf! Menos mal, pensamos, no tuvimos que
identificarnos ni apartarnos para dejar hueco. Pero enseguida salió en la
prensa el disgusto de la Diputación General de Aragón por lo que a todas luces
era una infracción. Ignoro a fecha de hoy si entonces hubo palabras de excusa,
o al menos de rectificación.
A la vista de lo que ahora es público y notorio, es de fácil comprensión
que quien se salta una vez las normas y queda impune, vuelve a las mismas. Y al
final se convierte en una forma natural de comportamiento estar por encima de
ellas y no sentirse obligado por lo que el resto de los mortales debemos
acatar.
Cada vez que recordamos nuestra subida a Coronas, nos reímos pensando
que don Jordi Pujol durmió allí, eso dicen. Él para publicitarse. Nosotros para
pasárnoslo bien.
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