Para la
dueña, porque ya no puede seguir viviendo en su casa. Ni sola, ni acompañada. Y
es estrictamente necesario internarla en una residencia para personas ancianas
y dependientes.
Para sus
hijos, porque para pagar la residencia de su madre se ven en la necesidad de
vender la vivienda.
Para mí,
que he ido en un primer viaje para traerme en el buga la ropa blanca que
revistió durante más de cuarenta años camas, mesas de comedor, cocina y aseos.
En los
próximos transportes que realice me iré trayendo conmigo la sensación creciente
de desvalimiento de quienes sufren en propia carne el doble desarraigo,
respecto de su madre y de la casa donde tantas vivencias tuvieron lugar.
¿Existe
alguna ventanilla ante la que protestar?
Una sola
cosa me consuela: hemos bajado las bolsas, maletas y envoltorios con santa unción,
como quien cumple un religioso, –por humano y entrañable–, deber. El despacho
parroquial ha quedado prendado de un aroma a hogar que no le hace nada mal.
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