Les llamé…



A gritos, como acostumbro. Carlota se hizo la esquiva y me ofreció su trasero, poderoso entre los poderosos.
El resto, salvo el señor oca, ni se molestó. Ahí está la muestra de su desplante hacía mí.
Visto que no estaba la tarde a mi favor, cambié de objetivo y me dirigí hacia el mundo vegetal. Ahí tuve suerte y pude explayarme. Así estaban las cosas según fui caminando:



Ya de vuelta, volví a probar; y, si no respuesta, al menos Carlota no me rechazó. Incluso “el blanco” amagó aproximarse. 
Lo mejor estuvo luego. Es sabido que en el corral el gallo es el amo. Y ese en concreto, además es belicoso. Trabajo me costó evitarlo. Convencido de que conmigo no hacían falta palos intimidatorios, terminó por refugiarse en el interior de la tenada, donde le esperaban las gallinas. Después que inspeccioné el lugar y recogí los huevos, salió rodeado de su tropa, no sé si a despedirme o a volver a chulearme.
Si sus intenciones no eran amigables, una gallina al menos se le iba de las plumas. Ahora, mientras me como este huevo fresco, frito con puntillas, untando golosamente el pan en la yema, me río recordando su porte altivo y el engallamiento con el que me recibió en cuanto me vio aparecer por su territorio.
Un gallo que se precie, no sólo tiene que serlo, también parecerlo.

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