Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Sal 22)


Se me pusieron los pelos de punta al entonar este versículo, correspondiente al salmo interlecturas de la liturgia de hoy, Domingo de Ramos.
Los residentes de Sanyres lo entonaron ayer tarde, repitiéndolo, con la unción de quienes creen en Dios, pero sienten, como Jesús, que Dios está ausente, que no responde, que calla.
Jesús también creía que era posible otro mundo, él lo llamaba Reino de Dios. Lo señaló en aquellos gestos sencillos y humanos de cercanía, de acogida, de integración, de regocijante convivencia, de sencillez, de luminosidad, de perdón, de confiada entrega, de esperanza más allá de la dura realidad. Las gentes lo entendieron, pero no lo asumieron. Y Dios callaba.
Jesús grita con toda su alma, desde lo más profundo de su entrañas, ¿por qué?
Desgranando el largo texto de la pasión vi todo lo que se puede ver: la donación, el calor de los afectos, la paz de lo sencillo, el abandono, la traición, las monedas, la soberbia, el trato humillante, los manejos turbios del poder, la petulancia, la mentira, la ceguera del pueblo, la violencia, la injusticia, el desprecio, la blasfemia… el temor al fracaso y la confianza ciega y total.
Al final sólo me quedó el grito último, «A tus manos, Padre, entrego mi alma», y la incondicionalidad de algunas mujeres.

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