EL
PESO DEL MUNDO
A.
Juan Pintor
Llenando el mundo el sol abre
la
meseta más y más.
¡Las
tapias pardas, los surcos
esponjados,
y el volar
de
unos gorriones!
Ya
todo se puede casi tocar.
La
vega se azula; el vaho
y
el perfume del habar,
el
son del agua los moja,
y
adensa el cielo, en el caz
de
los molinos, su umbría:
las
hojas se oyen temblar.
¡Relente
y sol en lo verde
que
se entrecruza! ¡Vivaz
sabor
del alma hacia el día
profundamente
rural
que
afirma al hombre en su sitio
y a
la muerte en su lugar!
Mi
corazón va cantando
y
encima de un cerro está
donde
las trémulas viñas
parecen
aletear.
Respiro,
y el pie zahonda
aún
la nocturna humedad
de
la tierra, que es trabajo
más
que paisaje, y frugal
esperanza
cotidiana
del
hombre que amasa el pan
con
el sudor de su frente
y
hace de adobes su hogar.
Vuelan alondras. El aire
da
a la anchura realidad,
y
olor silvestre al espacio
de
madreselva y zarzal.
Mudamente,
la mirada
se
acostumbra a caminar
por
la lontananza, y siente
júbilo
de libertad
al
ver hoy lo que otros ojos
también
mañana verán.
Mañana,
y hoy, y mañana,
mansamente
y siempre igual,
la
luz que transcurre ahora
aún
más pura volverá
al
corazón de otros hombres
como
el agua al hontanar.
Mañana,
y hoy, y mañana,
sobre
Castrillo y Nistal,
descansa
el peso del mundo
en
la alada suavidad
del
paisaje, y corre el tiempo
desde
el viejo manantial,
repitiendo,
gota a gota,
de
sol a sol, la unidad
de
lo que miran los ojos
humildemente
al mirar.
Los años del mundo tienen
pesadumbre
de encinar.
Como un bando de palomas
sobre
la tierra estival
se
posa en el pensamiento
del
hombre la soledad.
Tranquila
en la superficie,
como
la masa del mar,
que
inmóvil en su honda fuerza
torna
reposo su afán,
la
tierra rueda, y parece
lentamente
su rodar
costumbre
del horizonte
bajo
la luz cenital.
Lejos,
las norias humildes
giran
en su claridad
entre
el rumor de los trillos
que
van y vienen y van.
Hoy,
y mañana, el sonido
continuo,
puro, mortal,
teje
la santa armonía
del
tiempo, en la eternidad
íntimamente
aldeana
del
rincón que Dios nos da.
Mañana,
y hoy, como ahora,
y
siempre, y todo, al azar
de
la estación y del día
que
hace a los campos cambiar,
tenuemente
abandonando
su
sombra muerta detrás.
La ilusa quietud del sol
situando
las cosas va
entre
un azul de penumbra
y
un reposo de piedad.
Todo
gravita, y se siente
el
tenue soplo pasar
del
tiempo. Los chopos flotan
en
el tiempo, y rumia en paz
el
buey la hierba del prado
que
aviva el agua al regar.
Los
ojos ven hacia dentro,
buscando
sombras, y al ras
del
rastrojo, los rebaños
se
responden al balar.
Todo
es despacio, y tan simple
vivir
como respirar,
mientras
el jugo del tiempo
nos
promete que será
lo
mismo que este momento
mañana
el siempre fugaz.
Todo
es mañana, y sin horas,
fluye
la vida al compás
del
sol, del viento, del agua,
del
coger y del sembrar,
la
sustancia remejiendo
de
un ayer inmemorial.
Vivir, vivir como siempre.
Vivir
en siempre, y amar,
traspasado
por el tiempo,
las
cosas en su verdad.
Vivir
desde siempre a siempre.
Vivir
hoy siempre, y estar
arraigado
aquí y ahora
como
Castrillo y Nistal.
Una
luz única fluye.
Siempre
esta luz fluirá
desde
el aroma y el árbol
de
la encendida bondad.
Siempre
esta luz y este peso
de
dulcedumbre natal,
tendido
el cuerpo a la orilla
de
lo que no tiene edad.
Siempre
la hierba de ahora.
Siempre
volverla a segar
desde
las mismas raíces.
Siempre
otra vez a empezar,
al
son del gallo en lo oscuro
de
las puertas, y al brillar
pálido,
de las estrellas
que
hacen al campo soñar…
¡Bendito tiempo supremo
sobre
Castrillo y Nistal,
y
nava triste de Cuevas
donde
cruje el centenal,
y
agua seca de Barrientos,
y
alameda de Carral,
llena
de música y sombra
por
las noches de San Juan!
¡Oh
peso del mundo, dulce,
bajo
la tierra al arar,
bajo
la nieve al caer,
bajo
el resol del trigal,
bajo
el aire en primavera
cuando
vuela el gavilán,
y
vibra el fresno delgado,
ya
verde junto al tapial!
¡Oh
peso del mundo, peso
de
mi cuerpo sobre el haz
del
mundo, sobre la masa
tibia
de agosto total…!
¡Mañana,
y hoy, y mañana,
cuando
el oro del almiar,
cuando
el son de las estrellas,
cuando
el fuego en el pinar
lejano,
cuando un silencio
de
empañamiento inmortal…!
Todo
en rotación diurna
descansa
en su más allá,
espera,
susurra, tiembla,
duerme
y parece velar,
mientras
el peso del mundo
tira
del cuerpo y lo va
enterrando
dulcemente
entre
un después y un jamás.
Leopoldo
Panero (Astorga, León, 17 de octubre de 1909 – Castrillo de las Piedras, León, 27 de agosto de 1962)
La muerte de Leopoldo
María Panero, a quien se denominó “el poeta de la trasgresión”, me ha sugerido
colocar este poema de su padre, Leopoldo Panero, que llevaba, tiempo ha,
esperando en mi almacén a que hubiera un motivo. No me valían las simples ganas
de airearlo.
En cuanto a poesía
soy muy normalito; me gusta la sencillita, que no requiere saber de métrica ni
de rítmica, que se entiende al natural, tanto, que si supiera y tuviera lo que
hay que tener, también la podría escribir yo. Panero padre habla el lenguaje
que conozco y dice de cosas que yo sé. Lo hace de una manera deliciosa, eso es
lo que me maravilla.
Esta de ahora, por
ejemplo, El peso del mundo, expresa el transcurrir del tiempo, el devanarse la
vida, el gastarse uno mismo en la compleja tarea de existir viviendo. Y parece
que, aun siendo consciente del “peso”, e incluso del “costo”, que supone, no
destila pesar, sino esperanza; incluso yo diría, alegría.
No es el caso del
Panero hijo que acaba de morir. Es demasiado áspero para mi paladar, desabrido
y torturado.
Escojo, y lo hago con
disgusto, este poema que acabo de conocer, y que me gusta más bien poco.
El Loco
He vivido entre los arrabales, pareciendo
un mono, he vivido en la alcantarilla
transportando las heces,
he vivido dos años en el Pueblo de las Moscas
y aprendido a nutrirme de lo que suelto.
Fui una culebra deslizándose
por la ruina del hombre, gritando
aforismos en pie sobre los muertos,
atravesando mares de carne desconocida
con mis logaritmos.
Y sólo pude pensar que de niño me secuestraron para
una alucinante batalla
y que mis padres me sedujeron para
ejecutar el sacrilegio, entre ancianos y muertos.
He enseñado a moverse a las larvas
sobre los cuerpos, y a las mujeres a oír
cómo cantan los árboles al crepúsculo, y lloran.
Y los hombres manchaban mi cara con cieno, al hablar,
y decían con los ojos «fuera de la vida», o bien «no
hay nada que pueda
ser menos todavía que tu alma», o bien «cómo te llamas»
y «qué oscuro es tu nombre».
He vivido los blancos de la vida,
sus equivocaciones, sus olvidos, su
torpeza incesante y recuerdo su
misterio brutal, y el tentáculo
suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies
frenéticos de huida.
He vivido su tentación, y he vivido el pecado
del que nadie cabe nunca nos absuelva.
Leopoldo María Panero (Madrid, 16 de junio de 1948 - Las Palmas de Gran Canaria, 5 de marzo de 2014)
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