A pesar de la densa
niebla no pude aguantar y aparqué a la entrada de un camino, salí del corsa y
caminé mientras fumaba un pitillín. Aquellos “tabones” (cavones les dicen en
otras partes para referirse a los terrones grandes que levanta el arado al “alzar”
la tierra tras la sementera) de la izquierda pudo muy bien haberlos pisado mi
padre en su juventud. El sembrado de mi derecha quizás alguna vez lo aró. Ese
camino que yo ahora andaba, pudo andarlo y desandarlo él tras el par de mulas o
encima del carro. En fin, aquel inmenso campo ahora oculto tras la bruma eran
los territorios donde él creció, trabajó, se divirtió con sus galgos, cabalgó y
tal vez lloró un malhadado pedrisco.
Volvía de dejar a un
primo que tuvo un mal encuentro en la noche con la niebla y el asfalto. Aquel
cementerio de Moral de la Reina, situado en lo más alto del pueblo, estuvo
invadido casi a rebosar por un instante, el justo de despedir a Óscar, el
pequeñín de la familia, tan alto como un ciprés y a quien el cura no quiso
bautizar sin el sobrenombre de Pío. “Pío, pío, pío” le decíamos después, para
hacerle rabiar. Allí también reposa mi padre junto a los suyos, en la misma
tumba que mis abuelos. Cada uno se fue de manera propia, personal,
inintercambiable.
Ni me despedí; sólo
saludé con la mano a cuantos volvían calle arriba, al cruzármelos mientras
buscaba la de salida; sin bajar el cristal, sin querer cruzar ya más palabras.
Habían sido demasiadas, a pesar de la brevedad que quise imprimir al rito en el
congelante templo repleto de familiares, amigos y conocidos.
Regresé como a la
ida, en solitario. Ahora, sin embargo, con los ojos espetellados para adivinar
el camino envuelto en aquella blancura casi opaca, los oídos atentos a los
sones que salían por los altavoces laterales, y el corazón un poco allá, atrás
donde dejé a los míos, y otro poco adelante donde también están ellos y ellas,
los míos.
La mañana estuvo
sembrada. El canto final atronó el barrio entero atravesando muros y
distancias. El karaoke de las mañanitas a la Guadalupana con el que terminamos
la celebración de la Patrona nos dejó pletóricos. La tarde tuvo otro color, el de la cosecha.
Es que la muerte es así...
ResponderEliminarY deviene el silencio posterior, ves gestos, saludas, dices adios, desde el silencio y la soledad comulgada.
Es ese campo arado, inerte, esperando una nueva sementera. Los ciclos de vida y muerte son como esa tierra que espera, que transciende a todo lo viviente.
Siento que esa niebla envolviera a Oscar, o quizá estuviera escrito ¿quién sabe?, que un finísimo y delicado sudario le cubriera.
A ti te mando todo mi cariño y un fuerte abrazo