Locos de atar



Los curas somos carne de psiquiatra. Eso no admite réplica. No porque lo digan ellos, los psiquiatras, de lo cual tengo cumplida experiencia, habida cuenta de que en mi familia existen profesionales del ramo, y sé muy bien lo que piensan; lo que dicen ya lo han dicho y yo se lo he oído.
Sino porque todo ser vivo, incluidos vegetales, puede comportarse puntualmente y/o desarrollarse definitivamente de manera anómala, vaya usted a saber por cual de los múltiples motivos que puedan imaginarse y alegarse.
Acabo de recibir un Estudio sobre la Salud Psicológica del Clero, de la Revista Surge, (Vol. 71, Nº 677, 2013, págs. 197-216). No es demasiado extenso, pero tiene su miga. Según este trabajo, servidor tendría que tener los siguientes componentes, todos juntos y sin que falte ninguno de ellos:
- corazón de ermitaño
- alma de montañero
- ojos de amante
- manos de sanador
- mente de rabino
No me parecen demasiadas cosas, porque corazón, alma, ojos, manos y mente las tenemos todas las personas. Incluso Gumi, que ahora dormita a mi lado, luce unas robustas patas, –el pobre no llega a la categoría de estar dotado de garras–, que unidas a su boca le permiten manipular cosas tal que si fueran mismamente manos.
Habría algún que otro problema con el adjetivo que se añade a cada miembro. ¿Se entienden por sí solos o necesitan alguna explicación ulterior? No creo que con lo que hay en el diccionario de la RAE sea suficiente. Pienso que habría que buscar un sentido más profundo. Por ejemplo eso de rabino. Se entiende que con ser de raza judía y versado en la Torá no baste. ¿Que más habría que decir? Y en lo de montañero, ¿sería necesario estar federado para ser considerado como tal? Y ya en lo de amante, pues no qué decir, si es que tendría que estar declarado y confeso, o simplemente bastaría con las habladurías. En cuanto a lo de ermitaño, en los tiempos que corren ya no es lo mismo que en otros tiempos cuando nada se sabía de Internet. Finalmente, sanador es decir poco o decir mucho, o no decir absolutamente nada; a no ser que se refiera a manos cálidas, acogedoras y capaces de hacer un cocido que levante a los muertos de sus tumbas.
Por otra parte, yo también añadiría, si no el resto de los miembros, al menos algunos otros aderezados con sus respectivos adjetivos. Puedo no acertar, o dejarlo incompleto. Por eso mismo no vería mal recibir ayuda de quienquiera que se ofreciera a prestarla.
Voy allá:
- Cabeza de herrero; no estaría mal saber cómo templar acero o abrir una cerradura cuando no hay llave. Elías, herrero de mi pueblo, era un figura.
 - Piernas de pastor; ágiles para ir y venir, bajar o subir; no necesariamente para correr la maratón, pero sí para que las ovejas no le ganen a uno cuando barruntan el agua tras pastar por los rastrojos. Valentín no era joven cuando le conocí, pero las tenía. Era el pastor del rebaño de casa.
- Orejas de pianista; capaces de distinguir el sonido de los pasos, identificar por las risas y saber de desafines. Mi madre en esto era una auténtica lince.
- Dientes de caballo, para comer lo que haya, exquisito, bueno, regular o malo, con quien se esté. Mi hermano tiene una dentadura impecable. ¡A su edad! ¡Qué envidia le tengo, qué envidia!
- Cintura de boxeador; no para esquivar golpes, quiá; para mantener el equilibrio en toda circunstancia y situación. Régulo, de quien ya hablé en este blog, la tenía. Se movía como un bailarín del Bolshoi.
No creo menester enumerar más, pero se podría. Me contendré sin embargo, no sea que se entere la autora del trabajo arriba mencionado; no dudo ni por un momento que me colocaría ipso facto entre los irrecuperables sin remisión de pena. Y yo estoy sanísimo.

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