Yo, en Navidad, turrón duro o turrón blando; pero de todas todas, Iborra |
Y, por no ser ni
previsor y ni madrugador, me chupé cola. A las once menos cuarto pillé el
papelín con el 20; en la pantalla lucía el 98. Calculé, mirando al mostrador y
a la persona que en ese momento era atendida en sus múltiples y detallados
requerimientos, que tenía para una hora por lo menos. ¿Qué hago ahora, dónde
ir? Como no tenía otro encargo en el centro, me aposenté en el rincón de la
derecha, y apalancado contra la pared, di en mirar al personal, variopinto en
edad y aspecto; todas aquellas personas rebosaban paciencia y buen ánimo.
Alguien, que en la
calle hacía corro cuando llegué, decidió entrar, digo yo que porque ya se le
acercaba el momento de pedir. Sacó un papel del bolsillo y pude adivinar que
traía un pedido múltiple. Pero igual que hablaba dirigiendo el cotarro en la
acera, dentro si no lo orquestaba, él sólo se complacía. Hiló con la jefa del
negocio y amenazó con volver el domingo a por más, si era necesario. Saludó a
alguien de aquel montón humano como si fuera viejo conocido. Y en tanto era
atendido y despachado, manteniendo la voz alta y mirado a su alrededor como
quien sabe ser escuchado, inició una serie de chascarrillos, la mayoría de
acentuado tono machista. Lejos de guardar silencio ya que recriminar parece que
no procedía, la mayoría asentía con sonrisas o a carcajadas. Por igual varones
y hembras. Eso no le retrajo ni le espoleó; él siguió con si tal cosa. Yo,
desde mi rincón, observaba.
Me tocó por fin, leí
de corrido mi lista, y esperé. Con el montón sobre el mostrador, la joven que
me atendía se paró mirándome. Faltan las frutas escarchadas, dije. Es que tiene
que elegirlas. Dudé, miré el repertorio y sentencié: una pieza de cada. Resultó
casi un kilo. Así está bien; dos, por favor.
Salía con tres bolsas
de la mano, porque eran tres los destinos, y justo al llegar a la puerta una
elegante señora se me planta delante y sonriendo me aborda. La reconocí al
momento. ¡Evelia, cómo estás! Quien fue catequista mientras hacía derecho en el
turno de la mañana ahora es la señora jueza que atiende asuntos en el Juzgado
nº X. Ya en la calle, –ella con un ojo seguía el marcador por si le llegaba el
turno–, dimos en parlar y lo hicimos hasta que tocaron el clarín. Nos
despedimos ya con prisas, ella entró a realizar su encargo y yo me dirigí a mi vehículo
a motor, ni de explosión ni eléctrico, de fuerza bruta. Pedaleando a ritmo,
como acostumbro cuando callejeo, volví a casa con mi dulce transporte.
Llegué con el tiempo justo
de enjaretar la comida. Hoy me apetecieron sopas de ajo. Y como estaba el horno
encendido, aproveché para asar una dorada. Luego la comida fue otra historia,
porque hubo que ordenar antes el alijo de alimentos del colegio de las cubanas,
que el último día de clase antes de Navidad lo trasvasa el alumnado en pleno en
los coches de sus profes.
Y de la siesta tampoco
digo más. Fue interrumpida porque a unos familiares les urgía sacramentar a la
abuela moribunda.
Pero el dulce ya duerme
a buen recaudo y en lugar seguro. No puede ser que en Navidad no haya turrón en
casa. En la mía y en la de mis amistades.
Dulce
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