Saco la sartén del
horno y la pongo sobre el fuego. Desembarazo la olla de su protección plástica
(a fuerza de no utilizarla con frecuencia he decidido tenerla metida en una
bolsa de plástico para que no esté luego pringosa) y también la sitúo sobre el
hornillo. Echo un chorretón de aceite en la sartén y medio de agua la olla.
Empiezo a hacer la comida.
Es una rutina que no
he perdido, aunque ahora no me toque porque compartir mesa también implica
ceder en cosas. Para mí es un ritual imprescindible; como el vestirse, como el
entrar en casa. Guisa lo que comas, lava lo que vistas, limpia tu casa. Hacerlo
yo mismo, penarlo y sufrirlo para luego disfrutarlo. No hay en ello nada
extraordinario. Lo vienen haciendo así desde siempre las amas de casa. ¿No han
de hacerlo los amos de casa? Pues eso.
Pelo el ajo y lo
troceo. Parto la cebolla y, mientras me seco las lágrimas involuntarias, la voy
haciendo trocitos. Luego lo mismo con la zanahoria. Pico una guindilla; va, la
pongo entera, y si calienta, que caliente. Y luego cuatro hermosos tomates de
la huerta de amigos… puede que cada uno sea de hortelano diferente, puede.
Es una suerte, o una
desgracia, vete tú a saber, no tener que ir primero a por leña, luego a por
agua, y después a desenterrar zanahorias, cebollas y ajos, cortar pimientos y
tomates, incluso segar cereal para hacer tallarines. Todo sale, o casi, de unos
embases pulcros e higienizados. Como la carne picada de cerdo que acabo de
comprar.
Caliente el aceite en
la sartén, voy echando todo el picadillo de verduras, removiéndolo lentamente
mientras cuece.
Y pienso mientras
tanto en cómo la vida nos va dando vueltas y vueltas, hasta dejarnos pasaditos
del todo.
Los tomates he
decidido hacerlos puré con la batidora, así me evito pelarlos; es incómodo
luego sacarse pellejitos de la boca si no puedes masticarlos. Así que termino
con el mejunje rojizo sobre el guiso adelantado, y ahora espero con
tranquilidad que todo termine en su primera parte.
En la olla el agua
hierve. Peso trescientos gramos de pasta, para dos personas es más que
suficiente, (y algo quedará para Berto y Gumi). Dejo que se vayan ablandado en
el agua, y cierro la olla. A esperar que coja presión, y luego apenas un
minuto, nada más.
He llegado a la
conclusión que cocer la pasta en olla exprés me gusta mucho más que de otra
forma. Ya sé que los entendidos me echarán pestes y maldiciones… A mi plim.
Remuevo de vez en
cuando el contenido de la sartén, para que no se pegue el tomate, mientras sigo
dándole a la tecla. Tal vez, también Álvaro Pombo, haya hecho lo mismo mientras
escribía su última novela, “Quédate con nosotros, Señor, porque atardece”*
(Destino 2013, 256 páginas, 18,90 €), de la que acabo de leer una reseña nada
más y nada menos que de Andrés Torres Queiruga. ¿Un teólogo lector del novelas?
¡Qué cosas! Puede que también este sea cocinero, además de fraile.
Me llega el gorgotar
desde la cocina y el tembleque que la tapa sufre sobre la sartén. Todo está
bajo control.
No sé si es suerte o
desgracia no tener otro tipo de atenciones que atender, tipo ¡niño no grites
tanto!, o por
favor pase la mopa por debajo de la cama… Cuando uno vive solo esas cosas no se dan, tampoco
se disfrutan.
Ya está todo. Ahora
echo la carne, apenas dos minutos, que si no se endurece.
Y ¡et voilà! Pongo la
mesa y a esperar que llegue la otra parte contratante.
* En un pequeño convento trapense situado al sur de
Granada, en el caserío de La Gorgoracha, aparece ahorcado el padre Abel, uno de
los monjes, y a pesar de que ha sido un suicidio, el prior ha tomado la
decisión de declarar el hecho como muerte accidental. El impacto brutal que lo
ocurrido provoca en cada uno de los cinco miembros de la comunidad se verá
agravado por la determinación un tanto morbosa de un intelectual mediático
granadino por ahondar en la verdadera naturaleza de esa muerte y sacar a la luz
el diario del fraile, en que previsiblemente daba razón de sus razones.
A pesar de la ocultación y la manipulación del
prior, que quiere preservar la vida de quietud, oración y fe de su comunidad,
la turbación invadirá el ánimo del resto de los monjes y provocará una
conmoción que transformará sus vidas.
Una intensa novela en que la indagación espiritual
y filosófica se entrelaza con una insospechada trama criminal, y que confirma
a Pombo a la cabeza de la narrativa más intrépida y deslumbrante de nuestro
país.
Miguel Angel el cocinillas, te leo antes de comer y me despiertan tu guiso el apetito, así que buen provecho amigo y que aproveche. Yo tengo conejo en salsa.
ResponderEliminarTe leo siempre aunque no deje rastro de mi paso, tu lo sabes, amigo.
Besos