Y bien que lo siento,
pero ya no puedo poner remedio. Sí, mis cálices constantemente me están echando
en cara cuán poco agradecido he sido a lo largo de mi vida, o, como dice el
DRAE, con qué contumacia no he correspondido debidamente a los
beneficios recibidos. Sirva, si es posible, esta entrada en mi blog para
atemperar mi estulticia, y honrar a quienes teniéndome tanto cariño no supe o
no quise darles las gracias en su momento.
Todo clérigo ordenado
de “mayores” suele recibir de sus allegados antes de, y sobre todo para que
estrene en su “cante misa”, alba, casulla, cáliz y patena acorde a los posibles
y sobre todo a los quereres hacia su persona.
Servidor en esto no
parece seguir tampoco la regla general. Y por haber recibido en su momento,
sólo conservo el alba, que me regaló Marcelina, la mujer de Félix el obrero de siempre en mi casa, y el cáliz,
regalo de mi padrino, tío Antonio, y de su mujer, tía Mercedes. Si agradecí y
usé el alba de Marcelina, no actué del mismo modo con el cáliz de mis tíos.
Me explico. A mí me
pilló a contrapié lo de ser ordenado. Largo tiempo pasé suplicándolo. Recibí
reiteradas negativas y demoras y excusas sin fin por más de tres larguísimos
años. Cuando recién entrado en la diócesis Don José Delicado, en el primer
saludo me soltó de sopetón el domingo que viene te ordenamos, no acerté a abrir
la boca. Apenas tuve la entereza para decirlo en casa y avisar a las amistades.
No pensé en la ropa, y mucho menos en la parafernalia. Cuando llegó el domingo
correspondiente, justo tirarme de la cama sin haber pegado ojo y lavarme para
presentarme al acto sin legañas en los ojos ni sarro en las manos.
Así que me presenté
con lo puesto.
Pero tío Antonio y
tía Mercedes habían sido previsores, y se presentaron con esta cosa, que me
dejó patidifuso. ¿Yo este cáliz? ¡Ni hablar! Y apenas di las gracias. Fue el
primero que tuve. Y ha pasado dormido casi toda su historia –me parecía ostentoso, excesivo y fuera de significado–, hasta que llegó en momento de lucirlo, exactamente veinticuatro años
después, en la celebración de la dedicación del templo por Don José. Se puede
decir que él lo estrenó.
[«Ego sum vitis vera; vos palmites». Yo soy la vid verdadera; vosotros los sarmientos (Juan 15, 5)]
Luego mi mamá, al ver que me negaba a aceptar el complemento, la patena, me regaló esta panera siquiera para que no estuviera tan desangelado y pudiera presentarme donde fuera como dios manda. Estas navidades, tía Mercedes me ha dicho que si quiero una patena que haga juego con el cáliz, encarga que la hagan, que también era la voluntad de tío Antonio. He dado las gracias, esta vez sí, pero he renunciado al regalo. Es suficiente tal como está.
El segundo cáliz es
éste, que me encontré cuando aterricé en La Cañada. Ya lo habían usado
anteriormente otros, entre ellos José Velicia. Y lo adopté inmediatamente, o él
a mí. Y juntos hemos pasado mucho tiempo, tanto como veintitrés años.
El tercero está, pero
sólo es un recuerdo entrañable. Vino desde Eritrea de manos de Ignacio y Laura.
No es usable porque está sin cocer y se repasa. Pero lo tengo mucho cariño.
Este es el cuarto.
Recuerdo de Víctor y Florentina en sus bodas de oro matrimoniales. Con ellos
quedé en deuda perpetua de la que no me libraré aunque pasen siglos y siglos.
Nunca acerté a corresponder a su sacrificio, aunque ellos en su bonhomía jamás
llegaron a captarlo. Cada vez que abro el armario y lo veo, los tengo en el
recuerdo y les pido perdón, sabiéndome de antemano indultado.
El quinto me lo
regalé yo. Fue un encargo caprichoso. Entré en aquella enorme nave de Cascante,
me dirigí al que parecía el jefe y le espeté: Quiero que me hagas un vaso en
madera de olivo como el que pudiera hacerse un pastor que cuida su rebaño y se
entretiene en hacer con su navaja cabritera trabajos artesanales. Vete a dar
una vuelta y vuelves a ver qué se me ocurre, me respondió tras haberme ofrecido
una visita al muestrario de su producción. Y volví a casa, de vuelta de los
Pirineos, con esta cosa que desde entonces me acompaña cada día en mis hora de
entusiasmo y oración comunitaria.
En fin, ahora me da
por pensar si esto no será sino una frivolidad que me tomo la libertad de
escribir y publicar. ¿Será ligereza por mi parte, no sólo en la forma sino y
sobre todo en el fondo? Me respondo que no, en absoluto. Para celebrar la Cena
del Señor hace falta pan y vino, una mesa y utensilios donde colocarlos. Desde
siempre los seres humanos han reservado lo mejor de lo mejor para usarlo en
servicio y dedicación de lo que consideraban más sublime. Ahí está el ejemplo
en el interior de todos los templos de ahora y de siempre, de cualquier
religión o creencia. Los cristianos no somos en esto una excepción; antes al
contrario, incluso pecamos de exagerados cargando a nuestras Vírgenes de joyas,
nuestros retablos de obras de arte, nuestros altares de oro y plata…
He celebrado la
Eucaristía en catedrales y en monasterios, y he utilizado cálices y patenas que
no podría pagar así juntara todo el dinero que haya poseído o vaya a poseer.
También lo he hecho en iglesias de pueblo con sencillez. Y en el campo he usado
el plato y el poto de aluminio de campista, sin que el misterio se viera
disminuido.
No, no está en los
instrumentos, está en las personas que lo celebran; el sacramento refiere a
mucho más que lo aparente. Jesús simplemente tomó el pan, y luego la copa; y
nos mandó hacer memoria suya repitiendo el gesto, multiplicando el reparto, la
comida y la bebida, como signo del Reino de Dios que ya está pero que tiene que
llegar a plenitud.
No, no es una
veleidad esto mío de ahora. Es que no soy capaz de hacer las cosas sin que los
ojos vean, los oídos oigan, y las manos toquen. Y por eso siempre doy la
Comunión bajo las dos especies, porque también el gusto y el olfato tienen que
ver con la Comida, y no quiero que nadie a quien sirva se vea privado de sus
derechos.
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