Reconozco que
pertenezco a la era de la palabra; hablada y escrita. He disfrutado escuchando
y leyendo a personas que se explicaban así primorosamente. Ellacuría era
aguerrido y profeta, siempre de pie. Castillo auténtico pero aburrido, y no
dejó nunca su silla. Delibes era delicioso aunque hablase de comercio, y como
buen deportista nos miraba de frente desde su altura física bien erguida. Pero
quien me dejaba con la boca abierta a mis escasos ocho años era el hermano
Gabriel en el catecismo explicado con que se acababa cada tarde de colegio.
Sí, he tenido buenos
profesores. Y también malos, aunque supieran. Recuerdo al de químicas; desde
entonces se me atravesaron.
Luego oí que en las
aulas habían entrado los audiovisuales, y que aquello era troya. A mí no me
importó, porque lo mío han sido siempre, o casi, las letras. ¡Qué remedio!
Cuando nos planteamos
la catequesis parroquial, decidimos utilizar lo que mejor aceptasen sus
destinatarios. Y estaba claro que las imágenes servían mejor que las palabras.
Tal vez porque éstas en nuestras bocas no adquirían el brillo necesario; tal
vez porque los ojos de los pequeñajos estaban mejor preparados que sus orejas.
Es un decir. El caso es que siempre nos apoyamos en imágenes y sonidos. Si
había en el mercado, bien; si no existía, se fabricaba. Tengo en un
cajón de mi mesa de despacho un paquete de marquitos de diapositiva sin estrenar y
algunas casettes vírgenes de audio, como prueba de lo que digo.
Así que primero
estaban los montajes audiovisuales. Luego llegaron los vídeos. Y ahora triunfan
los dvd. Toda una generación de productos tecnológicos de alta gama.
Sigo siendo de
palabra, aunque con frecuencia desbarre, me extienda y aburra. Pero acudo de
vez en cuando a la tecnología, sobre todo con la infancia. Así por ejemplo, en
las primeras confesiones. De ahí no suelo pasar, aunque he oído que hay
quienes usan estas cosas en las misas, y hacen pps en lugar de homilías. Nunca
se me ocurrirá sustituir una lectura evangélica por una proyección con el cañón
del pc, ni nuestro canto comunitario, cancionero sobado a conciencia, por un cierto karaoke a la japonesa. Pero de todo ha de haber en la viña…
Hay un problema, que
falle la tecnología. Simplemente que se corte el fluido eléctrico. Pero sin
llegar a tanto, hay sorpresas que tener medianamente prevenidas. Por ejemplo, que se atasque el proyector; que el vídeo pegue saltos
o que el dvd no esté debidamente conectado al televisor.
Esta tarde, si ir más
lejos, una catequista, R, me dice al finalizar que la cinta de vídeo está
estropeada. ¿Qué ha pasado? Se distorsionaba toda la imagen… ¡Vaya por dios! Es
el tracking, respondí. Y ella reconoció que había tocado una tecla del mando equivocada.
Y la semana pasada
ocurrió algo semejante al grupo de los medianos. Se negó el proyector a
funcionar, y oyeron el fotomontaje con los ojos cerrados, imaginándose las escenas.
Les salió de rechupete.
Sí, suele haber
accidentes con las máquinas que usamos en catequesis. Pero no es que estén
estropeadas; es, sencillamente, que para ser catequista no se requiere en esta
parroquia ser técnico en medios audiovisuales, aunque éstos sean unas
herramientas muy apropiadas para los tiempos que vivimos.
También nuestro
cuerpo falla en ocasiones. Recuerdo que al hermano Gabriel aquel invierno
–1955, 1956 ó 1957– le afectó sobremanera; estuvo afónico y se pasó buena parte del curso con una pastilla
verde, supongo que de mentol, pegada a la boca con un pañuelo. Dado que no
podía hablar, estuvimos quince días leyendo por turnos del libro de la historia
sagrada.
No fue lo mismo. ¡Ni
parecido!
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