¿El miedo cuida la viña?


Donde existe jerarquía, el miedo existe, aunque sea libre. Y no hay vuelta de hoja; sea en la política, en la economía o en el mundo laboral. Y en la Iglesia, lo mismo.
No conozco cura que, al recibir la visita pastoral de su ordinario, no prepare cosas y cuide con detalle cuanto pueda y deba mostrar, en previsión de una advertencia, una reconvención o un sonoro rapapolvo.
En cuanto a obispos, sólo lo supongo; cuando llega alguna carta de la conferencia episcopal, de la nunciatura o de algún organismo vaticano, también tendrán su hormiguillo en el cuerpo al abrir el sobre y desplegar el escrito. De esos lugares también suelen llegar monitum y reprensiones.
Y a lo que parece, también a los cardenales les ocurre. No lo digo yo, lo dijo el anterior papa, el renunciante Joseph Ratzinger. Lo ha contado hace casi un mes en la última reunión que celebró con el clero romano, el día 14 de febrero. Inició su discurso improvisado con una anécdota de sus años de profesor en Bonn. Por entonces el cardenal Siri, titular de la sede episcopal de Génova en 1961, tenía que dar una conferencia, y ante su ajustada agenda buscó alguien que se lo escribiera, al menos las líneas principales.
“El cardenal me invitó —al más joven de los profesores— a que le escribiera un borrador; el proyecto le gustó, y presentó al público de Génova el texto tal como yo lo había escrito. Poco después, el Papa Juan le llamó para que fuera a verle, y el cardenal estaba lleno de miedo, porque tal vez había dicho algo incorrecto, falso, y se le llamaba para un reproche, incluso para retirarle la púrpura. Sí, cuando su secretario le vestía para la audiencia, dijo el cardenal: «Tal vez llevo ahora esta vestimenta por última vez»”.
Resultó que a Juan XXIII le gustaron aquellas ideas de aquel profesor, y le llamó a Roma. El resto ya es historia.
Sí, el miedo es real, y tal vez sirva para algo, pero no siempre y no en todo.
En ese largo monólogo que el papa emérito soltó ante la cultivada concurrencia en la Roma de los césares, –que puede leerse sin miedo porque no muerde y además se entiende muy bien porque es clara como el agua–, hace valoración del concilio Vaticano II desde su posición de teólogo experto personal del cardenal Siri y luego como perito oficial. Ha sido alabado por la forma en que lo hizo, y también por el contenido de sus palabras. Desgranó con sencillez y suficiente minuciosidad el desarrollo general de los trabajos conciliares, advirtiendo de las preocupaciones que entonces eran generales en la Iglesia y de los intentos de contención por parte de la curia, cosa que ya era conocido.
Lo que apuntó hacia el final a nadie se lo he visto rebatir, pero es lo que menos me ha gustado: ese miedo, que existe y es real, a que las cosas se interpreten mal, a que le hagan a uno responsable de lo que otras personas hagan o digan, a que el chiringuito se deshaga como un azucarillo.
Es mi opinión que el concilio Vaticano II no ha desarrollado todo su contenido simplemente por miedo. Si pudiera ser disculpable el miedo a los excesos y tergiversaciones, no lo es en absoluto cuando el temor reside en no querer admitir, ni siquiera considerar, las (im)previsibles consecuencias que se derivan, en presente más que en indefinido potencial, de dejar hacerse personas creyentes adultas, en un mundo sobradamente autónomo, cuando se abren puertas y ventanas, largamente cerradas a cal y canto, y entra el aire, que en este caso no es un simple viento, sino el mismo Espíritu de Jesús de Nazaret.
Quede, pues, como última lección magistral de este viejo profesor de teología, que fue obispo, cardenal y llegó a papa. Ahora que se retira, no vamos a ponerle pegas; sólo que descanse. Y al que venga, que vuelva a dejar correr libremente el Viento, que falta hace. No es que sobren profesores; faltan profetas.
Y de miedo, menos que nada. Esta viña ya tiene quien la cuide.

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