Don José toreando en Azpeitia |
“La historia del
toreo está ligada a la de España, tanto que sin conocer la primera,
resultará imposible comprender la segunda.”
Esta frase es suya,
como otro montón de ellas que se pueden ver en Internet, allá donde se habla de
toros y la afición taurina pretende ser reconocida también por su faceta
erudita y culta.
Los dos Ortega, mano a mano |
Don José fue adicto a
la fiesta e incluso llegó a torear. Participó en reuniones y charlas sobre el
tema, y dejó bastante escrito, pero no publicado, sino pendiente; una extraña
carpeta, aparecida luego de su muerte, encierra mucho, y seguro que ya está
investigado o en vías de serlo.
El Jefe y servidor, oteando el panorama; o sea, en plena faena |
Como el que sabe de
toros es el Jefe, dejaremos que sea él quien se explique aquí, si le parece, o
en otra parte que escoja de las muchas en que tiene predicamento y se le
escucha con interés.
Mi señor abuelo; taurino no lo sé; cazador, ¡seguro! |
Mi padre nunca gustó
de la fiesta. Al contrario que mi madre, que no se dejaba ninguna corrida
televisada y a ser posible compartida con su madre, mi abuela. Si fue alguna
vez a la plaza, tuvo que hacerlo antes de que yo llegara a la vida consciente,
es un decir. Incluso en sus últimos meses, tragándose la pantalla por su falta
casi total de visión, disfrutó los sanfermines del 2004 en vivo y en directo.
Mi abuela Jesusa, taurina porque sí |
Con esa herencia yo
fui fan del Viti, su majestad, y enemigo acérrimo del Cordobés, salto de la
rana incluido, y del bando que le jaleaba. Hacíamos dos mitades siempre
enfrentadas, jamás reconciliadas. Acabó aquella etapa de mi vida, y se acabó
también mi afición. Pero, aunque jamás pise un coso, tampoco nunca gritaré por
enterrar el arte del toreo, de
Cúchares dicen los finolis, y consentiré que lo disfruten libremente los
amantes del tendido de sol y de la barrera.
Mi mamá, en la época en que quizás pisó la plaza |
Ahora me limito a
colgar este texto del ilustre pensador y filósofo, y al parecer, más que
aficionado, también entendido.
La intuición de los terrenos -el del toro y
el del torero- es el don congénito y básico que el gran torero trae al mundo.
Merced a él sabe estar siempre en su sitio, porque ha anticipado infaliblemente
el sitio que va a ocupar el animal. Todo lo demás, aun siendo importante, es
secundario: valor, gracia, agilidad de músculo. (…)
Ese componente primario de la intuición
tauromáquica no es geométrico, sino llamémosle psicológico: es la comprensión
del toro. No me refiero con ello al conocimiento de las varias propensiones que
los toros manifiestan en sus comportamientos. Este conocimiento no es nativo.
Se adquiere en larga experiencia, en suma, se hace.
Lo que llamo "comprensión del toro", lo
que en ella se comprende cuando se comprende, es su condición genérica de toro.
Ahora bien, el toro es el animal que embiste. Comprenderlo es comprender su
embestir. Esto es lo que sonará a desesperante perogrullada, porque se da por
supuesto que todo el mundo "comprende" la embestida del cornúpeta.
Mas el aficionado que en un tentadero se ha puesto alguna vez delante de un
becerro añojo saliendo casi indefectiblemente atropellado, si reflexiona un
poco sobre su fiasco caerá en la cuenta de que la cosa no es tan perogrullesca.
Porque sabe muy bien que no fue el miedo la causa de su torpeza. Un añojo no es
máquina suficiente para engendrar temblores. La frustración fue debida a que no
"comprendió" la acometida de la res. La vio como el avance de un
animal en furia y creyó que la furia del toro es, como la del hombre, ciega.
Por eso no supo qué hacer y, en efecto, si el embestir fiel del toro fuera
ciego, no habría nada que hacer, como no sea intentar la huida.
Pero la furia en el hombre es un estado anormal
que le deshumaniza y con frecuencia suspende su capacidad de percatarse. Mas en
el toro la furia no es un estado anormal, sino su condición más constitutiva en
que llega al grado máximo de sus potencias vitales, entre ellas la visión. El
toro es el profesional de la furia y su embestida, lejos de ser ciega, se
dirige clarividente al objeto que la provoca, con una acuidad tal que reacciona
a los menores movimientos y desplazamientos de éste. Su furia es, pues, una
furia dirigida, como la economía actual en no pocos países. Y porque es en el
toro dirigida se hace dirigible por parte del torero.
Esto es tan sencillo de decir como de entender y
se ha dicho incontables veces y se ha entendido otras tantas. Pero con ello no
se ha hecho sino entender unas palabras y absorber una definición, cosas ambas
que nada sirven prácticamente delante de una res brava. Lo que hace falta es
comprender la embestida en todo momento conforme va efectuándose, y esto
implica una compenetración genial, espontánea y valdría decir que instintiva
entre el hombre y el animal.
Eso es lo que llamo comprensión del toro y no me
parece un error considerarla como el don primigenio que el torero de gran fondo
encuentra dentro de sí, sin saber cómo, apenas comienza a capear. Como todo lo
que es elemental, suele ser dejado a la espalda cuando se intenta esclarecer el
misterio de la tauromaquia, pero es evidente que sólo ese don hace posible, de
un lado, la intuición de los terrenos, y de otro, el valor del torero. Aquélla,
porque sólo entonces tienen para el hombre los movimientos furiosos del toro
una dirección precisa y una ley que permiten anticipar su desarrollo y acomodar
a éste el propio movimiento o la propia quietud.
El valor en el gran torero no tiene nada que ver
con la inconsciencia de cualquier mozo insensato, sino que en todo instante se
halla bien fundado, como diría Leibniz, a saber, fundado en la lúcida
percepción de lo que el toro está queriendo hacer. Como la furia del astado es
clarividente, lo es también el valor del diestro ejemplar. Ni pueden ser las
cosas de otra manera para que se produzca esa sorprendente unidad entre los dos
antagonistas que toda suerte normalmente lograda manifiesta. Ante la furia del
bravío animal el aficionado o el mal torero se limitan, cuando más, a articular
un ensayo de fuga. El torero egregio, en cambio, se apoya en esa furia como en
un muelle y es ella quien sostiene su actuación. (…)
Dígaseme si la doctrina expuesta por Domingo
Ortega no puede resumirse así: torear bien es hacer que no se desperdicie nada
en la embestida del animal, sino que el torero la absorba y gobierne íntegra.
[Texto que escribió don
José Ortega y Gasset, -uno de los más interesantes, y conocido como “La
embestida del toro”-, como epílogo para el libro de Domingo Ortega “El arte del
toreo”, y que luego fue publicado en su libro “La caza y los toros”, Colección
"El Arquero", Editorial de Occidente, Madrid 1960; editado en 1962
por Espasa-Calpe, en su Colección Austral; y actualmente publicado por Alianza
Editorial con el título “La caza, los toros y el toreo.]
Ay, Miguel Ángel, yo soy mucho más radical que tú en este asunto. No digo que odie a los taurinos, ni mucho menos, pero sí estoy en contra de la tauromaquia, y es verdad, como decía Ortega, que no se entiende la historia de España sin los toros: una historia de cerrilismo, violencia, abusos, desprecio de la naturaleza, y así todo. Un pueblo de cabreros furibundos que jalean la muerte violenta de un animal, indefenso a pesar de sus armas naturales frente a la inteligencia del ser humano. Para mí no es cultura, es tortura culturalizada, que existe también. Yo no haría que lo prohibieran, pero sí negaría toda subvención y apoyo y que durara lo que su público lo mantuviera. Sería un avance en la difícil civilización de este pueblo.
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