Sergio ha venido a
decirme que se casa. Le acompañaba María, su novia, su futura esposa. Para
febrero. Me ha dejado un papel y tras un intercambio de impresiones, hemos
hablado de los viejos tiempos y de los de ahora.
Aquel chaval, que
llegó a la parroquia con catorce años, que participó en catequesis y en
actividades juveniles, que fue catequista, luego ingeniero opositor y ahora
maduro profesor con treinta y cinco años; que pasó del caminar a ir en
bicicleta, luego en moto y ahora supongo que en automóvil; es el mismo de
siempre, aparentemente extravertido, profundo en ideas y creencias.
Sabía de su boda
porque sus padres lo dijeron hace unos domingos en plena calle, a la salida de
misa. Sé que lo hace convencido. No importa que su progenitor expresara
entonces sus dudas, con ese sentimiento que le habita de que este mundo no es
bueno y la gente nunca dejamos de estar a medio hacer. Hay hijos que no se
merecen los padres que tienen, como hay padres que más les valdría acercarse siquiera
un poco a como son sus hijos. En ese sentido tiene razón ese padre, este mundo
no termina de ser del todo bueno.
El caso es que
Sergio, el que estrenó la sacristía de esta parroquia como aula de estudio, el
que jugueteó en la sierra con una víbora con la imprudencia propia de sus pocos
años, el que acompañó en catequesis a otros niños y niñas, el que recibió la
Confirmación y así alcanzó madurez en lo humano y en lo cristiano, ahora es una
persona hecha y derecha, capaz de decir a María sí, y de recibir de ella el sí
que lo complementa.
¿El papel? Nada que
tenga importancia. Es el exhorto de su párroco actual para que les amoneste en
esta parroquia, donde vivió su juventud.
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