No tocaba todavía, pero
con el cambio de mes he pasado al IV Libro de las Horas. Puesto que aún estamos
en la semana XVII debería seguir con el III, pero como salvo las lecturas de
Maitines el resto es común para todo el Tiempo Ordinario, me he tomado la
licencia. ¡Que se note que la luna manda pasar página!
En realidad es una
simpleza esto mío, y merezco no tanto como un “capón”, sí al menos una
“collejina”.
Es el rezo oficial de la
Iglesia. Es mundial. ¡Qué digo mundial! ¡Universal! Saber que con ella oran en
Laponia y en Tierra del Fuego, en Australia y en Canadá, en el Índico y en el
Atlántico; que la usaron en el siglo I lo mismo que ahora en el XXI; en
catedrales de centroeuropa y en capillas en lo más profundo de la selva tropical;
papas y sacristanes, monjas de clausura y laicas de vida muy activa… En fin, es
de tod@s y es para tod@s.
Que venga yo ahora a
decir que abro el IV antes de tiempo es una chiquillada de las muchas que me
permito, me consiento. Y dice de mí más de lo que pueda expresar ahora con
palabras. No soy fiel, aunque reconozco la obligación que contraje cuando me
ordenó mi señor obispo Don José. Tiene tanto peso el rezo de las Horas que
constituye un momento señalado en la ceremonia de la Ordenación al Presbiterado.
Tengo siempre
dispuesto mi Breviario para el uso, aunque prefiera otras formas de orar. Disfruto cuando
recito los Salmos, me siento sumido en una corriente ancestral cuando entono el Benedictus, exulto en el Ser en el
que somos proclamando el Magnificat, y el Nunc dimittis es el mejor cierre de
jornada tras un examen casi nunca completo aunque eficaz siempre.
Saber que con ellas
lleno el día en la presencia del Dios que me sostiene en la existencia, que me
origina constantemente a la vida, que me respeta en libertad y que me requiebra
una y otra vez sin desmoralizarse nunca, a pesar de mis espantás, de mis
negaciones y de mis omisiones, me lleva a tenerlo siempre ahí, a la vista, a
mano, muy cercano. [En mi descargo: en medio del tráfico urbano, dándole a los
pedales y sorteando vehículos, o paseando a toda prisa por la acera, me
descubro a veces repitiendo frases como mantras, tal que por ejemplo: Señor
Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra; o, Señor, tú has
sido nuestro refugio de generación en generación; o, Tú, Señor, eres
mi esperanza desde mi juventud; o, El Señor ha estado grande con nosotros y
estamos alegres; o, Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti,
Dios mío; ¿cuándo entraré a ver tu rostro, Señor?…]
En realidad esta
confesión de mi mala praxis con la Liturgia de las Horas de la Iglesia es la
introducción que se me ocurre, mala a más no poder lo reconozco, a esta oración
impresionante de un hombre de Dios, teólogo y humanista, místico, poeta y
maestro, que a pesar de la densidad de su lenguaje, escribe con una claridad
que embelesa. Termino yo para dejarle a él. Es Karl Rahner:
DIOS DE MIS ORACIONES
De mis oraciones quiero hablarte, Señor. Y si otras veces me
parece que te fijas poco en lo que mis oraciones quieren decirte, escucha
siquiera esta vez mis palabras. ¡Señor Dios, no me admiro de que mis oraciones
caigan al suelo tan lejos de ti! Si yo mismo muchas veces no escucho lo que
estoy rezando. Mi oración muchas veces es para mí una mera «tarea», un «pensum»
que cumplo y después de lo cual estoy contento porque ya lo he pasado. Y por
eso en la oración estoy en mi «tarea», en lugar de estar orando contigo.
Sí, así es mi orar. Lo reconozco. Pero, Dios mío, no puedo casi
lograr arrepentirme de esa mi oración que en realidad no lo es. ¿Cómo podría el
hombre hablar contigo? Estás tan lejos y eres tan incomprensible. Cuando oro es
como si todas mis palabras cayeran en una oscura sima, de la cual no regresa
eco alguno que pudiera avisar que mis oraciones han dado con el fondo de tu
corazón.
Señor, orar toda una vida, hablar sin recibir una respuesta,
¿no es demasiado para mí? ¿Comprendes que ando escapando de ti una y otra vez y
que trato y hablo con hombres y objetos que me dan una respuesta? ¿O debo
aceptar como palabra e iluminación tuya la emoción que me llega cuando oro o la
ocurrencia que me viene a propósito de la meditación? Dios mío, los devotos
llegan aquí al instante. Pero se me hace muy difícil creer esto.
Una y otra vez me vuelvo a encontrar a mí mismo en todas estas
experiencias y solamente oigo el vacío eco de mis propias llamadas. Y, sin
embargo, yo quiero tu palabra, te quiero a ti mismo. Yo mismo y mis ocurrencias
son a lo más útiles para otros, incluso cuando estas ocurrencias se refieren a
ti, y las gentes las tienen a lo mejor como profundas. Me estremezco ante mis
«profundidades», que son solamente la superficialidad de un hombre, y, por
añadidura, muy vulgar. Una «interioridad» en la cual sólo se encuentra uno a sí
mismo vacía el corazón mucho más que todas las disipaciones y perdiciones en el
trajín del mundo. Únicamente me puedo soportar a mí mismo cuando me puedo
olvidar mientras vivo en ti, habiendo salido de mí mismo por la oración. Pero
¿cómo he de poder hacer esto si Tú no te me muestras, si te quedas tan lejos?
¿Por qué guardas silencio? ¿Por qué me encargas hablarte si parece que no
escuchas? Si estás mudo, ¿no es esto una señal de que no me haces caso?
¿O es que sí escuchas atentamente mi palabra, escuchas quizá
durante toda mi vida hasta que he logrado expresarte todo mi ser, hasta que he
manifestado toda mi vida? ¿Callas precisamente porque escuchas con tranquilidad
y atención hasta que de veras he terminado, para decirme entonces tu palabra,
la palabra de tu eternidad? ¿Entonces, finalmente, mediante la luminosa palabra
de la vida eterna, con la cual Tú mismo quieres hablar al penetrar en mi
corazón, cortarás el monólogo tan largo como la vida de un pobre hombre
agobiado por la oscuridad de este mundo? ¿Es mi vida, en el fondo, una sola
breve jaculatoria —y todas mis oraciones son únicamente meras palabras humanas
que sirven para expresarla—, y es tu eterna posesión tu eterna respuesta a
ello? ¿Tu silencio, cuando oro, es acaso un hablar lleno de promesas infinitas?
¿Una palabra que es inconcebiblemente más trascendental que cualquier palabra
hablada que Tú pudieras dirigir ahora a la finitud de mi estrecho corazón, que
por ese mismo hecho se volvería tan pobre y pequeña como mi propio corazón?
Señor, seguramente es así. Pero si esto fuera tu respuesta a mi
queja, en el caso de que quisieras hablar, te tengo preparada, a ti, mi Dios
lejano, una nueva objeción que procede de un corazón mucho más afligido que por
mi queja sobre tu silencio.
Si mi vida ha de ser una sola oración, y mi oración una parte
de esa vida que orando se desliza ante tu acatamiento, entonces también debo
estar facultado para llevar ante ti mi vida, y a mí mismo. Pero, mira, eso
precisamente está más allá de mis fuerzas. Cuando oro es mi boca la que habla.
Entonces mis pensamientos y mis resoluciones, si es que oro «bien», representan
gustosas su papel, previamente ordenado y ensayado. Mas, en tal caso, ¿sería yo
el mismo que ha orado?
Yo no debería orar palabras o pensamientos o resoluciones, sino
a mí mismo. Aun mi buena voluntad pertenece todavía a la superficie de mi alma
y es demasiado débil para penetrar en aquellos profundos estratos de mi
experiencia donde soy yo mismo, donde las aguas escondidas de mi vida surgen y
caen según ley peculiar. ¡Cuan poco poder tengo sobre mí mismo! ¿Te amo de
veras cuando te quiero amar? El amor es un perderse a sí mismo dentro de ti, un
adherirse a ti hasta la última profundidad del propio ser. Pero ¿cómo debo orar
amando, cuando la oración del amor debe ser la entrega del último fundamento de
mi corazón, un abrir las más íntimas estancias de mi alma, si yo mismo no tengo
el poder de abrir esta estancia que es la más íntima? Me hallo impotente y
débil ante mi último misterio, que está sepultado, como una inmovilidad pesada
y torpe, en fondos hasta los que no penetra mi libertad cotidiana.
Dios mío, yo sé que orar no tiene que ser forzosamente
entusiasmo y arrobamiento, y puede, sin embargo, ponerme todo entero a tu
merced y disposición, de modo que nada quede reservado para ti. Una oración que
con derecho lleve tal nombre no tiene que ser alegre júbilo y el brillo de un
regalarse a sí mismo sin preocupación. La oración puede ser como un sangrar
interno, en el cual la sangre del corazón del hombre interior, entre congojas y
dolores, se sumerge calladamente en su propia profundidad. Me parece bien si
pudiera rezar de esta o de aquella manera con tal que en ello logre darte,
orando, lo único que Tú quieres: no mis pensamientos, sentimientos y
resoluciones, sino a mí mismo. Pero precisamente no puedo eso porque me soy
extraño a mí mismo y no estoy en mí, debido a la cotidiana superficialidad de
mi vida, a la cual soy empujado necesariamente. ¿Cómo puedo buscarte a ti, Dios
mío, cómo entregarme a mí mismo a ti si no me he encontrado a mí mismo?
Ten misericordia de mí, Dios mío. Cuando huyo de la oración, no
quiero huir de ti, sino de mí, de mi superficialidad. No quiero escaparme de tu
infinitud y santidad, sino de la desolación del mercado vacío de mi alma, por
el cual debo vagar cuando huyo del mundo y no puedo penetrar en el verdadero
santuario de mi interior, en el cual sólo Tú deberías encontrarte y ser
adorado. ¿No comprende tu misericordia para conmigo que yo, excluido del lugar
que Tú habitas y desterrado en la plaza que está frente a tu Iglesia, lleno
esta plaza, por desgracia, con la agitación del mundo? Si al menos tu silencio
elocuente no me recoge en tu interioridad, ¿no comprende tu misericordia que el
vano ruido de ese trajín me es más dulce que la enconada quietud, único resultado
de la silenciosa respuesta que en la oración quiero dar la mundo?
¿Qué debo hacer? Me has mandado orar, y ¿cómo había yo de creer
que Tú me mandases algo que me fuera imposible realizar con tu gracia? Creo que
me has encomendado orar y que con tu gracia también lo puedo. Pero entonces el
orar que me exiges en el fondo solamente puede ser: esperar en ti, el
silencioso estar preparado hasta que Tú, que siempre estás en el centro más
íntimo de mi ser, me abras por dentro del portón, para que yo también entre en
mí mismo, al recóndito santuario de mi vida, y allí —al menos una vez— vierta
ante ti la copa que contiene la sangre de mi corazón.
Esa será la hora de mi amor. Si ésta llegará en una «oración»
—lo que entiendo por oración en el lenguaje cotidiano— o en otra hora decisiva
para la salvación de mi alma, o en mi muerte, advierta o no esta hora de mi
vida, dure poco o mucho, todo esto sólo lo sabes Tú. Pero debo estar preparado
y esperar para que cuando Tú abras el portón decisivo para mi vida —quizá lo hagas
queda e inadvertidamente— no frustre yo, distraído con los objetos de este
mundo, la entrada en mí y en ti. Entonces tendré en mis manos temblorosas mi
propio ser, aquel algo sin nombre en el cual todavía se unifican todas mis
fuerzas y propiedades como en su origen, y podré devolverte esta cosa sin
nombre en el sacrificio del amor.
No sé si esta hora ya comenzó en mi vida, solamente sé que
tendrá su fin definitivo en mi muerte. En esta hora bienaventurada y terrible
de mi amor todavía guardarás silencio y me dejarás hablar a mí mismo. Los
teólogos llaman tu silencio en estas horas de decisión «noche del alma» y
aquellos que la han experimentado de ordinario son llamados «místicos» —una
expresión bajo la cual las gentes se imaginan tantas cosas ridículas—, aquellos
que han vivido esta hora de eterna decisión amorosa no como todos los hombres,
sino que conjuntamente han podido contemplarse en ella a sí mismos.
Y después de la hora de mi amor, que está oculta en tu
silencio, vendrá el día de tu amor: «visión beatífica». De modo que ahora, como
todavía no sé cuándo vendrá mi hora y si no comenzó ya, debo aguardar en el
vestíbulo que está ante tu santuario y el mío. Debo vaciarlo del ruido del
mundo y debo soportar, con ayuda de tu gracia y de una fe pura, el amargo
silencio y desolación que así nacen. Ese es el sentido más profundo de mis
oraciones cotidianas. No lo que en ellas pienso, no lo que resuelvo y siento,
no este «hacer» de mi pensar y querer superficiales, no es todo en sí mismo lo
que te agrada en mi oración. Todo esto es un mandamiento y gracia tuya para que
el alma se halle dispuesta para la hora en la cual le dé la posibilidad de
orarse a sí misma en ti. ¡Dame, Dios de mis oraciones, la gracia de aguardarte
orando!
Las horas del estío pasan despacio, demasiado.
ResponderEliminarEl texto de Karl Rahner me ha dejado sin palabras. Describe tan bien mi experiencia que podría haberlo escrito yo...gracias por compartirlo.
ResponderEliminarYo, ante estas cosas, me quedo sin palabras. Lo de la oración es complicado cuando una no tiene ninguna certeza de que haya un ser superior a quien elevarla, porque si es superior ya haría lo que debe, se lo pidiéramos o no. Otra cosa es la mística que se le atribuye a las liturgias de esta iglesia o de otras (estoy pensando en la ortodoxa, por ejemplo) que, en verdad, producen un cierto arrebato y tocan fibras del espíritu que despierta de otras atenciones en las que estaba hasta ese momento.
ResponderEliminarNo sé, quizá me haya liado un poco (o no) explicando lo difícil que me resulta el tema "oración" sin más; bueno, a cambio, puedo decirte que el Magnificat era uno de mis cantos preferidos, cuando tocaba, en el cole de San Sebastián.
Besos