El viaje más interesante de mi vida no se hace en avión



Anoche tardé en coger el sueño; una cosa me bailaba en el magín: el sendero que recorro todos los días por el pinar.
Alguien dirá, ¡vaya simpleza! Pues sí, de simplezas tengo mi vida llena.
Esto es que cuando empezamos esa actividad diaria de pasear de madrugada por el Pinar de Antequera, que antes ocurría sólo en sábados y domingos, desistimos de transitar por los caminos, encharcados y embarrados, o secos y polvorientos, la mayor parte del año. Durante muchos años esa parte del territorio estuvo de la mano del ejército, que lo utilizaba para sus ejercicios de guerra con los tanques surcando las arenas entre pinos. Cuando lo dejó y se recuperó, no sé si el ICONA o el Ayuntamiento, para uso y disfrute de los ciudadanos y ciudadanas, aquello parecía un desierto de dunas, con hoyos imposibles y montículos disformes. Claro que en las charcas nadaban patos y patas, y muchos animalitos del lugar lo usaban de abrevadero y para sus baños.
Decidimos utilizar para nuestro caminar el cortafuegos que sigue paralelo a la cañada de Puenteduero, a una distancia mantenida de unos quinientos metros. Tiene una ventaja añadida a otras muchas: discurre por parte soleada en el invierno y a la sombra durante el verano. Pero una desventaja que enseguida localizamos: de vez en cuando un tractor lo ara, y lo deja muy molesto para andar; el arenal que hay bajo la exigua vegetación sale a flote y hace penoso el paso humano, acostumbrado a pisar sobre duro.


Por eso, una navidad, decidimos construirnos nuestro propio sendero. Casi a oscuras lo iniciamos unos metros a la derecha, siguiendo, poco más o menos, una línea recta imaginaria que fuera de norte a sur. Fue saliendo por encima de ramas secas, troncos derribados y brezos esmirriados, y como hubo que sortear señoriales pinos, su rectitud cedió el paso a un zig zag…ueante caminillo que luego, a la luz del día, se fue mostrando una preciosidad en su trazado y en su discurrir.
No puedo negar que ahora, a la vuelta de más de trece años -los que tiene Moli-, estoy orgullosísimo de cómo nos quedó y de que aún subsista.
Pero hete aquí que, y aquí llega el imprevisto, ha sido descubierto por los aficionados y aficionadas a la moutain bicke (no sé si lo estoy escribiendo bien, pero no me importa; en cualquier caso se entiende). No me hizo ninguna gracia que los jinetes y jinetas de la hípica aledaña lo utilizaran, porque los caballos pisan demasiado fuerte y levantaban pellas, pero se lo consentí porque madrugan más que nosotros. Pero los de la bici llegan a media mañana, o al mediodía, o por la tarde, y baten la arena y convierten el piso en plastilina.
Lo peor fue el otro día. Íbamos caminando en silencio y una voz exigente por la espalda nos sobresaltó: ¡Perdón! Tuvo que ser a la tercera; me volví y vi un monstruo armado de casco, cara oculta tras gafas oscuras descomunales, coderas, rodilleras y puede que hasta un corsé acerado, que desde su imponente bicicleta, más que rogar, exigía que le hiciéramos paso, que allá venía él. Creo que hasta pedí perdón por mi osadía; nos hicimos a un lado, y dejamos que pasara.


Pero luego lo pensé, y me sentí mal por ceder; bien podía él habernos adelantado saliéndose de la senda. Desde luego no volverá a suceder; si quiere correr por el pinar, que lo haga por donde corresponde; y si lo hace por otro lugar, que no imponga.
Lejos de pretender ejercer algún tipo de derecho exclusivo y excluyente sobre algo que es público, sí quiero que se reconozca y se respete una de las pocas posibilidades que le queda al urbanita de pasear sin prisas, pisando tierra y sin gritos; lo contrario podrá estar bien en los semáforos de los cruces, a la hora punta de entrar o salir de donde sea.
Claro esto en invierno no ocurre. Es propio del verano. Por eso me han animado a desistir de llenar el camino de piñas, troncos y otros obstáculos que dificulten el tráfico rodado; incluso pensé en sembrarlo de chinchetas. En cuanto llegue septiembre, dejarán de venir por él.


De alguna manera ese caminillo, abierto a golpe de zancada por la pequeña tropa que nos juntamos cada amanecer, representa simbólicamente el viaje que diariamente realizamos, antes de zambullirnos en el trajín de cada jornada, hacia nosotros mismos. Moly, Berto y Gumi actualizan su ser perruno, poniendo en acción sus facultades olfativas ante esencias que les recuerdan lo que son, animales cazadores. Además miccionan y defecan como seres libres, sin necesidad de bolsas de plástico ni de papel higiénico. El resto del día casi tienen que vivir como racionales, y eso les resulta extraño. Y yo me pongo en sintonía con la madre naturaleza, tanto si sale el sol como si permanece oculto, si llueve como si nieva, si hace viento como si no lo hace. Es ponerme las pilas, o recargármelas. Es el mejor rato de meditación, de oración, de reflexión o de lo que sea; mi rezo de maitines particular. Aparte, claro, del ejercicio físico, visual, olfativo y auditivo.
Y sorprendente; de una u otra forma siempre sorprende. Esta mañana han pasado por delante de nosotros, aunque sin saludarnos, una pareja de ungulados. No pude verlos bien, así que no sé si eran renos, ciervos, venados o mamuts (no son ungulados los mamuts, pero a la imaginación no hay que ponerle trabas). Pero antes de ayer fue un zorro, que salió despendolado en cuanto Gumi metió su morro entre los matorrales. Y otro día fue Moli que puso a la carrera una liebre grande como un caballo. Berto es de otra pasta, él se contenta con quedarse quieto, ensimismado en el olor que emana de cualquier rastro; puede estarse así horas y horas… de puro tierno resulta desesperante.
No. No me hace falta coger ningún avión para hacer, cada día, de mañana, el mejor viaje, el más placentero, el que me lleva hacia mí mismo situándome en el centro de la madre tierra.



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