… y ya se me irá
ocurriendo cómo titularlo. Viene esto a cuento del par de conferencias que me
tragué entre anoche y esta mañana: dos horas largas… ¡vaya rollo! El caso es que
el tema me interesa, y los conferenciantes son de categoría. Mismamente acabo
de empezar a leer el último de Pagola “El camino abierto por Jesús”, que tiene
muy buena pinta. Y al otro, a Gelabert, le sigo en su blog y donde quiera que
le pongan. Pero claro, una cosa es leer, releer, volver atrás, subrayar, parar,
relacionar y reflexionar; y otra bien distinta estar de pasmarote quieto y
escuchando, oyendo mal porque alguien tose o se arrasca la pantorra o dice al
de al lado con un soto voce que se escucha en toda la sala cualquier ocurrencia
fuera de contexto.
No, ni conferencias
ni clases magistrales tipo uno habla y el resto escucha y calla consigo
aguantar. Y no es de ahora, que sería comprensible con la decrepitud que me
empieza a minar con el paso de los años. No. Ha sido, creo recordar, desde
siempre.
Así que anoche no,
pero esta mañana me dormí en plena audición. La siesta del perro, que decía mi
madre.
Las cosas no parecen
cambiar a pesar de la distancia. Sí, vuelvo a la era del magnetofón en clase,
oyendo recitar una lectio magistral, tomando notas y recopilando apuntes, para
después memorizarlos y soltarlos de corrido en un examen oral o escribir
durante un par de horas diez o doce folios, con tachaduras y llamadas de
atención, para luego firmarlo y entregarlo. Dependía, por supuesto, de
personas. Castillo en clase era un peñazo, pero leído una maravilla. José
Alonso al revés, escribiendo resultaba soso, pero viva voz desentrañaba textos
bíblicos que era una auténtica delicia. Goyo Ruiz resultó todo un monstruo de
cercanía y de erudición sobre Profetas. Aquel catalán de San Cugat que daba el
Tratado de Gracia leyendo y gesticulando como un poseso, lamentable y
entrañable al mismo tiempo. Y Ellacuría… ¡ah! no hay palabras. En cuanto a
Álvarez Bolado… me quedo con el que conocí más tarde en una boda, y eso que no
puedo olvidar el detalle que tuvo conmigo cuando el cáncer de mi padre. Estaré
eternamente agradecido.
Y luego estaban los
exámenes. Porque aquellos sí que eran exámenes. El final, tras el cual te
entregaban el título de licenciado, constaba de cien tesis que encerraban en
sí, sin confusión ni exclusión, todo el saber teológico; con la bola de la
suerte en la mano, tocaba recitar sin pausa y sin miramientos la marcada,
frente a un tribunal de tres que, podían estar entre sí a matar o a partir un
piñón, luego de escucharte te freían a preguntas directas, indirectas o
perifrásticas. Siempre resultabas tú el pagano.
Así que aquel dichoso
curso del 72 nos la jugamos y decidimos intentar cambiar el método, que no los
contenidos. Una huelga resultó de nuestro “encuentro” con la institución, que
resultó menos fiera que la pintan. Conseguimos en septiembre, en junio no fue
posible, culminar nuestra proeza con un trabajo final defendido con uñas y
dientes, tras todo un curso realizando investigación y leyendo como nunca había
leído, juntándonos con el profesor elegido y marcando pautas, programa y
desarrollo… En fin, más que una tesina aquello que hicimos fue una tesis
doctoral. A mí me ayudó muchísimo Argimiro Turrado, agustino de Valladolid, que
de Trinidad sabía un huevo aunque suene mal. Conseguí nota y todo.
No obstante el
esfuerzo y también la incomprensión de muchos, aprendí a trabajar, solo y en
equipo, a discutir y disentir, a defender mis ideas y a aceptar las ajenas; y
lo más importante, a no repetir como un loro, sino a razonar para poder
comunicar y expresar, dando razón de lo que más que saber, había hecho mío
propio.
Tengo entendido que
ahora consideran perdido a aquel curso, y que nadie de mi promoción ha llegado
alto; vamos que ni obispos, ni vicarios, ni canónigos, ni menestrales han sido
designados de entre quienes culminamos la proeza. Me da igual. Así, a vuela
pluma pongo aquí algunos nombres de aquel rebaño de revoltosos que sí tienen cierta
prestancia pública, al menos en lo que yo sé: Pedro Trigo, Norberto Alcover,
Pedro Miguel Lamet, Juan Antonio Espinosa, Ocaña…
¡Uf! madre mía qué
rollazo me ha salido. Y todo por estar en contra de los rollos.
¡Ver para creer!
Mañana tengo que revisar unos radiadores que gotean. Ahora que ya no hay que
encender la calefacción es el mejor momento para hacerlo. Me daré a mí mismo un
baño de realidad.
Oye, mejor que no hayan-hayáis llegado a formar parte de las élites estas que andan, como en el Vaticano, a hostias limpias por el poder de Pedro. ¡Vaya panda!, oye, parecen los del PP, o los de cualquier otro partido (y/o sindicato , que yo lo sé). De aquellos días de exámenes y tesinas también guardo algún leve recuerdo. Lo bien que estás tú ahí, arreglando radiadores, puertas, y lo que se tercie amén de ejercen como cura de los que se pueden fiar los parroquianos. Si tuvieras que estar metido en alguno de esos nidos de víboras (que no aguantarías, ya lo sé) sería horroroso, te consumirías en un plis. Mejor así, Míguel.
ResponderEliminarBesos
¡Qué tiempos aquellos! ¿Te acuerdas de los vasos de leche?
ResponderEliminarBesos
¿Cómo olvidarlos? caliente y con azúcar.
ResponderEliminarBesos
¡Agua!
ResponderEliminarFríos y solos.
Besos, eso sí, cálidos y cordiales.