El Buen Pastor



Hay un domingo que me trae recuerdos dispares. En la liturgia cristiana, por pascua, el cuarto domingo trata precisamente de esto, de Jesús, Buen Pastor.
-«Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a éstas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor.
Por eso me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido del Padre».
(Evangelio de Juan 10, 11-18)
Digo dispares porque en mi pueblo siempre se han trabajado las ovejas. “Se trabajan”, es decir, se hace negocio con ellas. En contacto muy estrecho con la tierra y la “vida animal” el negocio se entendía por entonces de una manera diferente a la actual. Y “beneficio” no era simplemente el excedente que quedaba después de haber descontado los gastos generales a la producción recogida. No. Existía un “plus”, un valor añadido que difícilmente podía cuantificarse en antiguas pesetas.
Así, la “Torda”, además de una mula de trabajo, era un animal équido mansurrón encima de la cual yo volvía montado de la era más alegre que unas pascuas al acabar el día. Nunca me tiró, a pesar de contar yo con apenas cuatro años.
A la “Yegua”, sin embargo, nunca la monté; no cabía yo encima de sus lomos de anchos que eran. Sin embargo, tan pronto la compró, mi padre me la asignó como mascota. “Esta es de Miguelangel”, dijo. Claro que el “Caballo”, que llegó a casa mucho antes, le fue asignado a mi hermano. Siempre hubo diferencias. Y cuidado que disfruté, y hasta me enorgullecí, del “poderío” de la Yegua. Nada se le resistía. Ella sola tiraba del remolque cargado hasta las trancas, y muchos carros de bálago o de abono sacó adelante por aquellos caminos embarrados de mi pueblo.
Las ovejas, por entonces daban más pérdidas que ganancias en términos pecuniarios, porque el mercado de la lana estaba en franca recesión, y a su leche ya no le daban cuartelillo porque engordaba, y estaba la leche de vaca que era más ligera y en la ciudad encontraba mejor acomodo. Y fueron las gallinas las que sacaron a mis padres de apuros. Sin embargo, el rebaño era la niña bonita de mi padre.
El marrano era mi dedicación por las tardes a la vuelta de la escuela. Darle de comer el “salvao” amasado en simple agua no suponía ningún peligro para un pibe de mi edad, que no levantaba un palmo del suelo.
Y es que hasta ellos, los animales, comprendían que había como una corriente de sintonía que nos hermanaba. Ellos colaboraban en lo que podían, y se mostraban agradecidos por lo que recibían.
La gigantesca yegua nunca me intimidó, ni lo pretendió jamás. Al contrario, como que se hacía dulce cuando yo me la acercaba.
Propiamente agresividad sólo me mostraron las gallinas cuando iba al corral a hacer las necesidades mayores. En especial el gallo, que tenía querencia por mi culo abierto en pompa.
De modo que eso de buen pastor lo entendía y no lo entendía. Lo entendía si miraba a mi padre, que conocía una por una a todas sus ovejas. Y sabía la que iba a parir, la que era cordera, la que estaba seca, o modorra, la que se despistaba siempre al salir o entrar de la tenada, la que tenía las patas blandas y había que curarla, la de desecho… Mi padre sufría si el esquilador tardaba en aparecer por exceso de trabajo y las pobres ovejas balaban con su pelambrera entera casi entrado el verano.
No lo entendía si miraba al pastor contratado, que a veces llegaba tarde a sacarlas, a ordeñarlas, a apartarlas; o lo hacía mal. O volvía ya anochecido del campo y el rebaño llegaba aspeado, soleado, sediento, con las ubres a reventar por el retraso…
En fin, que yo sabía que había buenos y malos pastores. Y que el buen pastor no necesariamente sale con el ganado, aunque piense en él, y haga cábalas tanto despierto como soñando. Mi padre era de estos.
Cuando fui al convento quisieron enseñarme más cosas de los pastores. Y fue entonces cuando quise ser yo también pastor, y hacerlo bien.
Bujedo. ¿1960?
Los principios fueron sabrosones, no hay más que verme en esta foto de familia. ¡Qué jóvenes éramos, y qué caras más angelicales!
Luego las cosas dejaron de ser simples, y hube de tomar decisiones que, ahora compruebo, me marcaron desde entonces. Con lo bien que me encontraba siendo oveja, me costó, aún me cuesta, comprobar que oveja lo seré siempre, pero como pastor siempre estaré en proceso.
Pero esta es otra historia, y hoy no me apetece, ni tengo tiempo, recordarla.

2 comentarios:

  1. Siempre es mas fácil ser oveja.
    Tampoco es difícil, ser mal pastor.
    Me gusta, la expresión, "pastor en proceso", tiene un algo de humilde y buena pinta de pastor.
    En casa no teníamos yeguas, pero había una pareja de bueyes y dos mulos. Yo casi siempre montaba,en el de más alzada, el moíno, que era mas manso.
    Tambien había gallinas, vacas y ovejas, y tambien, casualidad, las ovejas han sido las preferidas de mi padre.
    Me ha gustado tu relato.
    Las cosas dejan de ser simples y es bueno volver a mirarlas, con la mirada tierna de antaño.

    Un saludo Miguel Angel.

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  2. ¡Qué gusto, florenzar, haber tenido en la infancia una casa que parecía el arca de Noé! En realidad muchas personas lo hemos vivido, aunque ahora no lo recordemos. Al cambiar de paradigma parece que no tuviera importancia, pero sí que la tiene. Las dos cosas, haberlo vivido y hacer por recordarlo.
    Por supuesto las cosas no son nunca simples, ni siquiera para los niños; especialmente para ellos. Sólo cuando los adultos nos creemos superiores, juzgamos de simples a los más jóvenes. Pero es para disimular qué grado de incoherencia podemos llegar a alcanzar conforme sumamos años.

    Perdóname este excurso sin sentido. En realidad sólo quiero saludarte y agradecerte la visita.

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