Carta a Salamanca



Querida mía:

A las primeras luces, por el portal hacia el exilio, me fuiste echando de una forma cansina y apesadumbrada.
A pequeños empellones, entre lamentos y quejidos, no querías sacarme, casi con dolor de parto, del hueco de tu regazo. Ibas amándome y odiándome cada vez que, sin querer, me veías más cerca y más lejos del rescoldo de tu lumbre. Yo me amarraba al amor y al odio, o la risa y al llanto y no escuchaba el reclamo futuro de nuevos horizontes pidiéndome objetividad y amargos resuellos. ¡Me tiraban tanto los cabellos dorados de tus sillares y los cuerpos renegridos de tus encinas y esos aires de señorona antigua con mezcolanza de enhiestas fibrosas figuras juveniles, hechas para pasear y cosquillear por tus venas, para respirar tu aires, tus ciencias y tus grandezas!
¡Qué más da! No quiero recordar aquella marcha enamoradiza y ni siquiera quinceañera, porque sigo estando en tu placenta gris y dorada, porque sigo siendo piedra de tus piedras y pelo absorbente de tus majestuosas raíces, porque sigo mirándote sin verte, y bajo los ojos y me ruborizo cada vez que oigo tu nombre.
Sé que en tu cuarto y en el mío siempre habrá un corazón y un cartel para que hagamos memoria, porque lo nuestro no es pasajero y bobalicón. ¿Recuerdas aquella mañana del mes de agosto? Al alba, el orfebre comenzó a dorarte y cientos de mayordomos te remilgaban hasta cotas insospechadas. Tu, coqueta y presumida, te dejabas hacer. Mientras yo, tu eterno amante, iba subiendo parsimoniosamente hasta tu ombligo; para allí, estoicamente quieto, culminar mi dicha.
Nosotros, los de la Tierra Sabia, siempre fuimos y somos demasiado necios y cargamos con los orines de los demás, baboseando sonrisas, cuando nuestras carnes, rojas y tiernas, reciben, de ciento en viento, el bálsamo del recuerdo. Perdona esta pequeña intransigencia seudopolítica y honda; casi sin odio, pero con resquemor.
Sé que, a veces, me reprochas y hasta te vuelves egoísta porque voy echando sudores y afanes en otras faltriqueras con menos puntillas, con menos perfumes, con pocas delicadezas, pero que me llenaron el estómago y me taparon el culo, porque alguien o muchos se empeñaron en dejármelo demasiado tiempo a la intemperie.
Mañana, siempre mañana, volveré a ser cangilón de tu noria. Y no habrá más recuerdos ni más emociones incontroladas. Simplemente estaré con mi hato de vuelta para cenar juntos y tomar el fresco a lo puerta.
También mañana, posiblemente pasado, cuando deje atrás los añojos pastizales convertidos ya en leyendas, y en las primaverales mielgas haga, sin precipitación, recuento; tú y yo, en un diálogo eterno y siempre joven, entablemos silenciosas conjeturas sobre el tiempo, los espacios y las mentes. Porque, ¿dónde, sino entre tus cascajales sudorosos, voy a encontrarme más limpio, nuevo y resucitado?
Mientras, hoy, siempre hoy; almacenaré esperanzas, vidas y refugios para nada. Soñaré que la vida y el sol y el aire son elementos de todos y están en todos los lugares de la Tierra. Pero siempre serán los tuyos otros soles, otras vidas, otros aíres diferentes y únicos.
Puede que los bueyes sean de donde pacen, los toros son de donde nacen.
Siempre abrazado a ti.

Andrés C. Bermejo González


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