Rut declara lealtad a Noemi. Pieter Latsman, 1614. Niedersächsisches Landesmuseum, Hannover |
Buscadoras de un nombre. Memoria de Noemí.
Dolores Aleixandre. Reseña Bíblica. Otoño 2011, Nº 71. Editorial Verbo Divino.
En el
contar y recontar la historia de Israel, la fe del pueblo se consolida y crece
aprendiendo a escuchar la presencia del Señor en medio de ellos y a servirlo.
Abuela y madre, suegra y nuera hacen memoria de sus vidas para descubrir la
acción salvadora de Dios que se encierra en sus nombres: Noemí y Rut. Memoria
que las pone en camino y les aboca a que esos nombres hayan de ser pronunciados
en la historia de Israel como huella del amor fiel de Dios con su pueblo.
Desde niña me gustaba escuchar de labios de mi padre
las antiguas historias de nuestros antepasados. En los largos anocheceres de
verano en Belén, cuando hacía aún demasiado calor para entrar en la casa y
dormir, nos sentábamos junto al muro del granero, en la linde de la era, cerca
del montón de trigo que habían trillado esa misma tarde nuestros jornaleros. Mi
madre nos repartía a cada uno un puñado de espigas para que quitáramos la
cáscara del grano que la trilla no había conseguido limpiar y, mientras lo
hacíamos, mi padre nos narraba las viejas historias de nuestro pueblo.
Nos
gustaba escuchar sobre todo la historia de nuestra esclavitud en Egipto y cómo
el Señor nos sacó de allí con mano fuerte y brazo extendido: el mar de las
Cañas se abrió aquella noche ante el cayado de Moisés con la misma facilidad
con la que nuestra madre partía aquellas sandías rojas que tanto nos gustaban.
Otras noches nos hablaba de los largos años del desierto durante los cuales ni
se gastaron las sandalias de nuestros padres ni se rompieron sus vestidos: el
Señor los acompañaba como una nube que los protegía del calor del día y de la
oscuridad de la noche, y los alimentaba con el maná y el agua que manaba de la
roca. Y fue también su fuerza la que los hizo vencer a Amalec y a Moab, a
Sijón, rey de los amorreos, y a Og, rey de Basán, para entregarnos este hermoso
país en el que ahora vivimos. Josué, hijo de Nun, hizo que el arca de la
alianza del Dueño de toda la tierra pasara el Jordán delante de nuestros
padres: cuando los pies de los sacerdotes que llevaban el arca pisaron el
Jordán, la corriente del río se cortó y el agua que venía de arriba se detuvo
formando un embalse. Más tarde, el Señor entregó también a su pueblo la ciudad
de Jericó, y sus murallas se derrumbaron ante el alarido de Israel y el sonido
de sus trompetas: estaba cumpliendo su promesa de dar a nuestros padres esta
tierra en la que ahora vivimos, una tierra que mana leche y miel.
La
noche en que recordábamos la historia en la que Josué gritó: “¡Sol, quieto en
Gabaón, y tú, luna, en el valle de Ayalón!”, todos aplaudíamos y cantábamos:
El
sol se detuvo en medio del cielo
y
tardó un día entero en ponerse.
Ni
antes ni después ha habido
un
día como aquel,
cuando
el Señor obedeció a la voz de un hombre,
porque
el Señor luchaba por Israel.
Más
adelante, cuando ya Josué había conquistado toda la tierra, como el Señor había
dicho a Moisés, se la repartió por lotes a nuestras tribus y hubo una gran paz.
Pero
no todo eran historias felices. En algunas ocasiones nuestro padre nos contaba
lo que ocurrió cuando a Josué y a toda aquella generación que fue a reunirse
con sus padres siguió otra que no conocía al Señor ni lo que había hecho por
Israel: dieron culto a dioses extranjeros y se desviaron de sus caminos.
Entonces los pueblos vecinos los oprimían y ellos clamaban al Señor, hasta que
él se compadecía de ellos y hacía surgir jueces que los salvaban de sus
enemigos, porque le daba lástima oírlos gemir bajo la tiranía de sus opresores.
Entonces
nuestro padre repetía las palabras de Josué: “Elegid hoy a quién queréis
servir: a los dioses que sirvieron vuestros padres al otro lado del río o a los
dioses de los amorreos, en cuyo país habitáis. Yo y mi casa serviremos al
Señor”. Y nosotros, puestos en pie, proclamábamos con todas nuestras fuerzas:
“¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses!
Nosotros serviremos al Señor: ¡es nuestro Dios!”.
Ahora
que soy anciana y he vuelto a Belén después de los años duros y tristes de mi
exilio, le cuento esas mismas historias a Obed, el nieto que me ha dado mi
nuera Rut y que es la alegría de mi vejez. Él se sienta junto a mí muy atento y
yo le recuerdo que cuando hablo de “servir al Señor” estoy pronunciando su
nombre, porque Obed significa “siervo” en nuestra lengua, y fue así como le
llamaron nuestras vecinas el día de su nacimiento. Y como también significa “el
que escucha”, tiene que aprender a vivir muy atento y con sus oídos bien
abiertos cuando el Señor le dirija su palabra.
Siempre
me ha gustado ahondar en el significado de los nombres, aunque hubo un tiempo
en el que el mío (“mi suavidad”, “mi dulzura”) me pareció una gran mentira,
porque me había convertido en una mujer vacía y habitada por la amargura. Ahora
mis sentimientos han cambiado y he llegado a comprender que recibí mi nombre en
mi nacimiento como una promesa aún incumplida: solo llegaría a madurar con el
tiempo, lo mismo que ocurre con la siembra o con la gravidez de las mujeres. Es
ahora, en mi vejez, cuando se ha hecho realidad, pero Obed es aún demasiado
pequeño para oírme contar mi propia historia: antes tiene que conocer la de
nuestro pueblo. Sin embargo, cuando Rut y yo nos sentamos juntas a tostar trigo
o a amasar pan, nos gusta hacer memoria juntas de cómo el Señor ha ido
conduciendo nuestras vidas hasta entregarnos en plenitud lo que encerraban
nuestros nombres.
Recordamos
aquel tiempo de pérdidas y duelo, cuando murieron los hombres bajo cuyos nombres
nos habíamos refugiado y nos encontramos solas y viudas. Ante nosotras se
abrían dos caminos: quedarnos para siempre junto a aquellas tumbas, llorando y
lamentándonos por la ausencia de los que amamos, o dejar atrás esa etapa de
nuestra vida y emprender el retorno hacia la tierra que ahora prometía de nuevo
darnos pan. Orfá, mi otra nuera, no tuvo el valor de arrancarse del pasado y
volvió a su vida anterior, mientras que Rut y yo nos pusimos en camino. Muchas
veces le recuerdo a ella que, si no hubiera sido por la firmeza decidida de me
dirigió: “Donde tú vayas, yo iré; donde vivas, viviré...”, el temor a la
soledad y a las limitaciones de mi vejez habría paralizado mi deseo de volver a
Belén y yacería ahora en otra tumba en tierra extraña.
Cuando
entramos en Belén se alborotaron las vecinas: me habían visto salir hacia Moab
colmada de vitalidad, en compañía de mi esposo y mis hijos, y me veían ahora
retornar sin ellos, encorvada por el peso de los años y del sufrimiento.
Renegué ante ellas de mi nombre: “No me llaméis Noemí, llamadme ‘Amarga’,
porque salí llena y vuelvo vacía...”. Y hasta me atreví, ante el espanto de
quienes me oyeron, a hablar del Señor con nombres terribles que expresaban mis
quejas y mi rebeldía: es “el que me ha vaciado”, “el que me ha vuelto
amarga”...
Cuando
hago memoria de aquella escena, Rut me confiesa que los nombres con los que yo
llamaba al Dios de Israel le hicieron temer en un principio que fuera aún peor
que los ídolos de Moab que había abandonado. “El primero en hablarme del Señor
de otra forma –me recuerda– fue Boaz en nuestro primer encuentro en su campo:
‘Que el Dios de Israel, bajo cuyas alas has venido a refugiarte –me dijo–, te
lo pague con creces’. La imagen de un Dios protector y materno, como un ave que
recoge a sus polluelos, me sorprendió y llenó mi corazón de gozo: supe en aquel
momento que también yo, la última entre los siervos del campo en que espigaba,
y además extranjera, tenía también derecho a encontrar refugio bajo las alas de
ese Dios. No tenías razón, Noemí, al hablar de él como lo hiciste: mira cómo
ahora estás de nuevo llena con mi hijo Obed a tu lado y él te colma de la
dulzura que creíste haber perdido para siempre...”.
Yo
me río y le respondo que tiene razón, pero que a nuestro Dios no le ofende que
derramemos ante él con libertad lo que desborda de nuestro corazón, y, cuando
la veo asentir, pienso que ella ha llegado a conocer al Señor mejor que yo, a
pesar de que hace poco que pertenece a nuestro pueblo. Ella me dice: “Es porque
me siento envuelta en la bendición que pronunciaron ante Boaz los ancianos y
todo el pueblo: ‘¡Que a la mujer que va a entrar en tu casa la haga el Señor
como Raquel y Lía, las dos que construyeron la casa de Israel! ¡Que tengas
riqueza en Éfrata y renombre en Belén! ¡Que por los hijos que el Señor te dé de
esta joven tu casa sea como la de Fares, el hijo que Tamar dio a Judá!’. Cuando
te pregunté después por esas tres mujeres, Raquel, Lía y Tamar, tú me contaste
sus historias: las dos primeras, hermanas, cómplices y también adversarias
entre sí por el amor de Jacob, fueron, junto a Sara y Rebeca, nuestras
Matriarcas. Raquel, la Cordera, y Lía, la Fatigada: dos mujeres fuertes, libres
y fecundas que llenaron de vida y de orgullo el clan al que pertenecían, y sus
doce hijos siguen dando nombre a nuestras tribus”.
“También
Tamar, la Palmera, fue una mujer vigorosa que actuó con energía y sagacidad y
no se resignó ante el comportamiento injusto de Judá, su suegro: al negarse él
a darle en matrimonio a otro de sus hijos, la condenaba a una esterilidad
semejante a la muerte, pero ella diseñó un plan para defender sus derechos. Es
verdad que acudió al engaño para conseguir ser madre, pero el propio Judá
reconoció que había actuado más justamente que él, y el Señor la recompensó dándole
dos hijos gemelos”.
“Cuando
conocí las vidas que se escondían detrás de aquellos nombres –siguió diciendo
Rut–, supe que tendría que esforzarme mucho si quería que el mío fuera digno de
ser pronunciado junto a los suyos en la historia de nuestro pueblo. Hasta el
nombre de Fares, el hijo mayor de Tamar, me ha supuesto un desafío: me contaste
que Fares significa “brecha” y que, en el parto de Tamar, uno de los gemelos
extendió su mano y la partera le ató en ella un hilo, diciendo: ‘Este ha sido
el primero en salir’, pero retiró su mano, y el otro salió antes. Entonces dijo
la comadrona: ‘¡Qué brecha has abierto!’. Y le llamó por ese nombre, Fares.
Pienso que también yo he abierto una brecha en la fama de las mujeres moabitas:
el nombre de Moab, unido al incesto de Lot, ha estado siempre asociado a la
perdición y la ruina de los israelitas. Y, sin embargo, el Señor ha hecho de mí
una portadora de bendición para Boaz, un hijo de Israel. Y he abierto también
otra brecha en las costumbres de este pueblo que rechaza a las mujeres
extranjeras: conmigo ha roto su tradición y me ha invitado a cobijarme bajo sus
alas, como si fueran las del Señor”.
Me
conmueve escuchar a mi nuera, porque contemplo cómo va afirmando día a día su
identidad: no reconozco ya en esta mujer, erguida y segura de sí misma, a
aquella muchacha temerosa que se presentó ante Boaz como “su sierva”, se postró
ante él y se mostró extrañada de que prestara atención a una extranjera. Ni
tampoco a la que me contó, después de haber pasado la noche con él en la era,
que se le había acercado “sigilosamente” y no se había dado a conocer hasta la
medianoche.
Han
ido madurando en ella sus mejores rasgos: aquella audacia con la que decidió
acompañarme a Belén; su valentía para enfrentarse a lo desconocido y adentrarse
en una tierra que podía serle hostil; la responsabilidad de ponerse a trabajar
como espigadora para poder mantenernos; el vigor para permanecer en la tarea de
sol a sol; el atrevimiento de pedirle a Boaz: “Extiende sobre mí tu manto...”.
Estás
empezando a recibir tu nombre –le digo–. Ya no te sientes la esclava de nadie;
ahora sabes que tu nombre significa “amiga, cercana, próxima”, y por eso no te
postras ni te arrodillas, sino que miras de frente y a los ojos. Porque fue así
como soñó nuestro Dios a nuestra madre Eva cuando la creó: al lado del varón,
frente a él y a su altura, ofreciéndole su ayuda y su apoyo y recibiéndolos de
él en total reciprocidad. Y quizá tu hijo Obed, el Servidor, el Escuchador, o
uno de sus descendientes alcance algo aún más hermoso: que el Señor, lo mismo
que a Moisés, lo considere más que un siervo, un “amigo” con quien se habla
cara a cara.
Rut
toma mis manos, emocionada, y me dice que va a hacer suya la bendición que
pronunciaron sobre mí las mujeres cuando nació Obed:
Bendito
sea Dios,
que
te ha dado hoy quien responda por ti,
y
este niño será para ti descanso y ayuda en
tu vejez:
yo
misma lo pongo en tu seno como signo
de
nuestra amistad fiel,
del
amor y la lealtad que me llevaron a decirte un
día:
“A
donde tú vayas, iré yo;
donde
tú vivas, viviré yo;
tu
pueblo es el mío, tu Dios es mi Dios;
donde
tú mueras, allí moriré y allí me enterrarán.
Solo
la muerte podrá separarnos”.
Las últimas palabras de Rut se
quedan resonando en mi interior, porque allá, en lo más profundo, sé que
nuestros nombres permanecerán vivos en la memoria de Israel, como una huella
del amor fiel de nuestro Dios. Y la sombra que proyectan sus alas va más allá
de las fronteras de la muerte.
Este es mi homenaje a la mujer, en
este día internacional dedicado a ellas.
Estimado Miguel Ángel:
ResponderEliminarRecibe mi saludo desde EVD. No solemos conceder este tipo de permisos, pero entendemos que en esta ocasión es un artículo corto y por cierto muy bonito y muy bien narrado.
Puedes publicarlo y te agradezco si difundes la fuente, ojalá que sean muchos los nuevos suscriptores.
Precisamente mañana presentamos ese número de la revista en Madrid, en el Instituto de Pastoral.
Un abrazo,
www.verbodivino.es
A puntito estuve yo de llamar a mi niña "Noemí". Siempre me ha gustado su historia. ¡¡Gracias!! Preciosa felicitación.
ResponderEliminarUn abrazo.