Una taza fea de loza tosca





Me enseñaron que “bonum est diffusivum sui”, el bien se extiende por sí mismo. Anoche aprendí que la belleza es la máxima expresión del darse, y que, en palabras de Khalil Gibran, «vivimos sólo para descubrir la Belleza. Todo lo demás es una forma de espera». Y, como seguí leyendo, descubrí más cosas, unas las entendí más o menos y otras nada en absoluto.
Pero tuve la suerte que pillar una cita que releí la segunda vez con deleite, con parsimoniosa sobreexcitación, como si me descubriera a mí mismo maravillado, y también agradecido, de saber leer para poder deletrear esta prosa tan divina.
Es de Azorín, y éste es el texto en cuestión:
«Millones de fragmentos de tazas; las tazas rotas de una casa en cien años; las de un pueblo; las de una nación; las del mundo entero. Montaña, cordillera de fragmentos de blancas, rojas, azules, amarillas, verdes tazas. En el ingente montón, una taza de color amarillo; una taza íntegra sin desportillamiento, sin grietas. Una taza amarilla, que fulge al sol; un rayo de sol que resbala por la redondez de la tacita amarillenta. Sola, esta taza, sobre el sedimento de los tiestos de millones de tazas.
Vasar; armario; alacena, fila de vasos de cristal; jarros, jícaras; tazas colocadas simétricamente. Entre las tazas, de todos los colores, la taza amarilla; como escondida, recatada, sin que quiera que la veamos. En la casa pobre, la taza que ha descendido a lo largo de las generaciones, de padres a hijos; sin romperse; sin desportillarse; sirviendo en su concavidad el caldo, la manzanilla, la tila, la malva, el cantueso. Llevada y traída por todo el ámbito de la casa; hacia el cuarto del enfermo; del cuarto del enfermo al barreño para ser fregada; puesta después en el vasar.
Cincuenta años, sesenta, tal vez cien. Aquí en su leja sencilla y modesta; si la miramos, pensando en sus méritos, aunque no pronunciemos el elogio, su color amarillo se torna vivo carmín, el carmín de las mejillas de una virgen pudorosa. Si, emocionados, con las manos titubeantes, intentamos cogerla, el carmín se torna palidez de muerte. No querer morir; querer seguir descendiendo de mano en mano por la pendiente de las generaciones; querer seguir estando en las manos temblorosas de estas pobres gentes que la llevan por la casa hasta el cuarto del enfermo; en el cuarto del enfermo, ser aproximada poco a poco a los labios; ser tocada, besada, por los labios; llevar en su seno el lenitivo para el dolor; escuchar el hondo suspiro de sosiego, de esperanza, que de los labios se exhala después de haber absorbido el líquido que ella llevaba en su concavidad. No pretender nada; no ser bonita; ser de loza tosca y sencillamente pintada; pero tener la satisfacción de haber aliviado muchos, incontables dolores. Y aquí, ahora, en el vasar, en la alacena, entre los vasos, entre las jícaras; dominada por un jarro altivo, arrogante. Un jarro que la mira a ella por encima del hombro; por encima de su ancha boca (...).
Aquí, ahora, descansando, en el vasar. Todo oscuro. De pronto, el rayo de sol que se concentra en la tacita. amarillenta y la hace brillar con un resplandor maravilloso; el resplandor divino que tiene la caridad».
[José Martínez Ruiz (Azorín): Pueblo.]
Esa taza, tal vez no merezca estar entre las ofertas de moda de los artículos de loza que se exponen en nuestros centros comerciales. Por  antigua, por inapropiada, por rústica, por pobre.
A mí, sin embargo, viéndola tras las palabras de Azorín, me pareció de una belleza suma, y me despejó del todo para seguir leyendo el resto del artículo que, dicho sea de paso, se titulaba “Breve apología de la belleza”.
Cuando cerré la revista y apagué la luz, en la oscuridad de mi dormitorio veía brillar intensamente la hermosa tacita fea.
No tengo que decir ahora que me dormí con toda placidez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario