En llegando estas
fechas, el personal se revoluciona presto a encontrar en el mercado, o a
construírselo por sí mismo, el disfraz que mejor exprese su manera de
participar en los carnavales. En según qué personas, percibo que hay auténtica
fiebre de sábado noche. Locura, casi diría.
Servidor, que vivió
estas celebraciones en plan negativo, auténtica ausencia, no termina de digerir
lo que sucede. Por entonces, me refiero a mi pequeñez, no sólo no se hacía, es
que incluso estaba prohibido.
Mi padre me contó
cosas que él vivió en la suya. Tras las máscaras, disimuladamente en lo oculto
del ropaje evasivo, más de una venganza se cumplió para satisfacer antiguas
rencillas. Se dio en la vida real lo que en la tramoya del teatro y la
literatura se narraba. Aunque también pudo ser que se llevara a las tablas lo
que ya ocurría en la historia desde los más iniciales principios.
Servidor, ya me estoy
repitiendo, recuerda cómo aquel hermano se disfrazó con una piel de oveja en el
brazo que portaba un sabroso plato de lentejas para ganarse, robándole al otro,
sus derechos y la herencia.
No he sido dado al
disfraz, ni al disimulo. Ni siquiera en bromas se me ha ocurrido ponerme
peluca, bigote o postizo, que así me educaron en presentarme en público con la
cara lavada sin engaños, disimulos u ocultamientos.
Sin embargo no puedo
dejar de aceptar que existe en el ser humano cierto gusto por idealizarse,
transformarse y expandirse en según qué momentos. Con la chiquillería, cuando
hacíamos campamentos de verano, celebrábamos sin falta el día de los disfraces.
Alguna vez, para descubrir al tapado hubimos de mirar el listado entero e ir
descartando de uno en uno, hasta dar con el asunto. Aquella persona solía
recibir el premio al mejor disfraz, a lo más original y completo, al colmo del
colmo de la imaginación y saber hacer.
Clásicos donde los
haya, Cádiz, Río, Venecia, a partir de ahora habrá que añadir este otro: “El
colegio de San Agustín ha superado el récord de los 640 escolares disfrazados
de personajes de cuentos y ha alcanzado los 951”, según publica El Norte de Castilla.
He de decir que San
Agustín es un colegio de Valladolid, posiblemente el más numeroso del contorno,
regentado por la benemérita Orden OSA y al cual van muchos niños y niñas de mis
barrios.
No preguntaré qué
opinaría el santo fundador sobre lo que implica el uso del disfraz, el disimulo
o la vanidad de querer aparentar lo que no se es. Porque no sacaría nada en
consecuencia. Si lo hiciera al joven juerguista, de hábitos disolutos y moral
inexistente, me respondería de una manera; si se tratara del anciano obispo, de
Hipona para más señas, obsesionado por el pecado y la negritud de alma con que
somos engendrados, contestaría de otra. Así que no me tomaré la molestia.
Intuyo, sin embargo,
que tratándose de representar a personajes de cuento, no percibiría malicia
alguna, y sería indulgente, no obstante el rigor del que se revistió, y que por
su influencia nosotros también sufrimos. Y si se le ocurriera decir algo, no
sería a los peques, sino a los grandes, que además son tutores, maestros y guías.
¿“Guías ciegos…”, tal vez?
Y digo yo; está bien eso de alcanzar un récord y que lo apunten en un libro, que luego de mayorcitos esos niños y esas niñas puedan alardear de que fueron triunfadores en todo el mundo mundial, siquiera por unas horas. Pero tratándose de un colegio, religioso y concertado, ¿de verdad no han encontrado otra manera de pasar a la posteridad?
El caso es que esta
es la noticia que me ha parecido más llamativa de lo que la prensa publica en
estos días. El resto de la información es totalmente normal, y aunque esté en la línea
carnavalesca más contundente, como ocurre en cualquier otra época del año,
insistir en ese matiz ahora como que no, oye tú, no merece la pena.
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