Si abrí este blog
para expresarme y contar cosas que me pasan, lo hice, entre otros motivos, para
que otras personas se vieran reflejadas y no tuvieran complejo de ser únicas.
Así he dejado dicho en más de una de mis entradas. Pero no he escrito lo contrario,
y también es correcto: leo y descubro que otras y otros viven cosas que también
a mí me suceden.
No somos únicos; más
bien todo lo contrario. Lo que lloramos, otros han llorado antes; lo que ellos
ríen, también ha sido motivo de carcajada propia. Nada nuevo bajo el sol, como
dice el escritor bíblico.
Esta mañana, pues, he
vivido en persona ajena la experiencia de entrar en la casa paterna, vacía y
cerrada prácticamente desde que ambos dos, él y ella, dejaron esta existencia
pasajera y fugaz, y me he sentido reflejado en los mismos sentimientos que he
visto escritos en la pantalla del ordenador, y que alguien -seguro que muchas
personas más- vive a muchos kilómetros de distancia.
Pude elegir, a la
hora del reparto de la herencia, pero decidí no vender ni trocear. Y puesto que
a mi hermano no le interesaba otra casa, me la quedé yo, en parte para tener
una, y en parte también para que no saliera de la familia. Pero no sólo no la
utilizo, tampoco me beneficio de ella; más bien significa un coste inútil, un capital
que a nadie aprovecha, un bien que lejos de ponerse en valor, se deprecia.
Una casa cerrada es
un pozo sin fondo. No mejora con el tiempo, se gasta al envejecer y su
deterioro se percibe ostensiblemente cuando el visiteo se distancia en el
tiempo.
Primero iba cada
semana. Daba cuerda al reloj, regaba las plantas, y daba un repaso al piso y al
polvo. Religiosamente cada tarde de domingo allí me pasaba entretenido un rato.
Cambié de día de la
semana porque me interesó más nadar en la piscina, cuyo horario se recortó para
ahorrar en esta época de crisis; pero no fijé otro, sino que lo dejé al albur
de las circunstancias. Y así me ha ido. Me acerco ahora cuando se tercia, con
ocasión de un desplazamiento al centro de la ciudad, o sacando un rato libre en
la mañana o en la tarde.
Si el riego se ha
resentido, el reloj ha perdido exactitud. El polvo se puede escribir sobre los
muebles y las pisadas están marcadas en blanco sobre las baldosas de todas las
habitaciones.
Añoro en invierno el
calorcillo de la calefacción central y en verano el fresco de su buena
construcción. ¡Qué lástima no poder llevármelos! Pero sobre todo añoro los
pasos olvidados de aquellas dos pedazos de personas que fueron mis padres. No
sólo está deshabitada la casa, está des-angelada. Ha perdido hasta el olor, su
aroma, el que ellos emanaban, en el que estaban envueltos, el que te abordaba
según abrías la puerta y pasabas. Echo en falta el carraspeo de papá, operado
de garganta, su tos seca y áspera; como también el murmullo de mamá, siempre
contando puntos, musitando hiciera lo que hiciera.
Dentro de casa, y
solo en aquella soledad, paso de puntillas y apenas me entretengo en lo que
tengo que hacer, para aviar cuanto antes y cerrar la puerta desde fuera.
No. Aquella
casa, con ser encantadora, ya no
tiene el ángel que la habitó durante tantos años, y es bobada que yo siquiera
intente descubrirlo.
Como dice el refrán "de ese palo tengo yo una astilla".
ResponderEliminarEs que ese palo, José Luis, es de madera muy común. ¡Alguna astilla nos tenía que tocar!
ResponderEliminarOye Míguel, no digo yo que no te pasen todos esos sentimiento y emociones cuando vas a tu casa, que sí, que lo sé, pero... cuando te jubiles/en, en algún sitio tendrás que vivir ¿no?, así que guapo, ya puedes empezar a organizarte mejor para que una vez cada ¿15 días? más o menos, pasarte por allí, pasar la aspiradora y quitar el polvo, amén de regar plantas y dar cuerda al reloj. Las emociones están ahí son inevitables pero tú tienes la obligación y la necesidad, creo yo, de volver a "angelar" tu casa.
ResponderEliminarBueno, dicho todo desde el cariño, ya sabes.
Besos