Duelo, costumbre, rito


Y no dan abasto. Son doce más los añadidos; entre yernos y nietos, pierdo la cuenta. La familia entera se desfonda por atender pedidos de adornos florales de todos los tamaños, variedad de precios y diferentes configuraciones. Todo es insuficiente para cumplir con los deberes propios de estos días.
Son los floristas del barrio. Tienen sangre cordobesa, unida a la de aquí. Ellas tal que pintadas por Romero de Torres bajo el cielo castellano. Ellos, hacen lo que pueden, y van pudiendo.
Sirven para fiestas y agasajos, celebraciones y eventos, de todo tipo y ubicación en el calendario. Pero en llegando los santos, es el desparrame. Y, ya digo, no dan abasto.
Ha tiempo que están instalados “en precario”. El desarrollismo urbano amenaza con plantar adosados donde se “trabajan” flores, de encementar el tapial y el adobe que los aparenta, de convertir en ciudad el campo que ahora es. Y desde que llegó la sentencia, ellos viven una agonía que más parece duelo. Duelo desigual, bien es cierto, pero duelo al fin y al cabo contra el tiempo de descuento y contra lo inevitable.
Y allá van, de camino a los cementerios, a proveerse de centros, ramos y apliques, -los difuntos no piden flores, pero las aceptan- quienes siquiera una vez al año acostumbran realizar ese gesto piadoso, -mitad rito, mitad plegaria. Cada vez son menos, aunque todavía suficientes.
Son los abuelos y las abuelas de los alevines que ahora juegan a “truco o trato”, “dulce o susto”, “trick or treat”, los que más demandan sus servicios. La generación intermedia, hijos a la vez que padres, han perdido por el camino -o se han quitado de encima- quién sabe si rito, costumbre o duelo.
Y resulta cuando menos sorprendente que usos nuestros atávicos desaparezcan y en su lugar se instalen, importados nadie sabe cómo ni por qué, gestos extraños que nada dicen de nuestra historia, que en absoluto apelan a nuestra memoria, y que abandonan a nuestros mayores.
Hubo un tiempo en que los muertos eran enterrados en el interior de las iglesias. Sobre sus sepulturas se rezaba y se alumbraba. Del interior se pasó al exterior, justo al lado, bien pegados los cementerios al templo. Poco a poco la distancia fue haciéndose mayor, hasta el punto de ser necesario un largo desplazamiento para llegar al monumento funerario. Desde cuando las urnas con las cenizas de los antepasados ocupaban un puesto importante en la casa, hay que recorrer mucha historia para llegar a esta época en que ya se va generalizando esparcir las cenizas por campos, ríos y mares.
¿Dónde habrá que llevar ahora flores? ¿Al campo? ¿A los arroyos? ¿Al mar?
Es mucho más divertido disfrazarse de fantasma, comprarse una calabaza de plástico, y dirigirse a la casa del vecino y, tras llamar, amenazar: ¿Truco o trato?
Desarmado o temeroso, quien abre su puerta simulará dar la bienvenida y sorprendido cederá, aceptando el juego y dando golosinas o intercambiando cosas. Son cosas de niños, es verdad, pero sirven para romper el hielo e intimar con quienes se comparte parcela, centro social, piscina y reunión anual con moderador por medio.
¿Que es santo y piadoso rezar por los difuntos? ¡Pero, qué antiguo eres! Además hoy es día de cole, no tenemos tiempo.
Ele y Mariano, mis floristas preferidos, seguirán combinando ordenar flores para unos y aguantar el susto simpático de sus nietos, en tanto apuran el tiempo que les quede, antes de que la marea urbana los engulla. Saben perfectamente que hay ritos y costumbres que permanecen sólo y apenas mientras el progreso lo permita. No hay alternativa, resistirse es perder.

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