En aquellos días, todavía de noche se levantó Jacob, tomó a las dos mujeres, las dos siervas y los once hijos y cruzó el vado de Yaboc; pasó con ellos el torrente e hizo pasar sus posesiones. Y él quedó solo. Un hombre luchó con él hasta la aurora; y, viendo que no le podía, le tocó la articulación del muslo y se la dejó tiesa, mientras peleaba con él.
Dijo: «Suéltame, que llega la aurora.»
Respondió: «No te soltaré hasta que me bendigas.»
Y le preguntó: «¿Cómo te llamas?»
Contestó: «Jacob.»
Le replicó: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con dioses y con hombres y has podido.»
Jacob, a su vez, preguntó: «Dime tu nombre.»
Respondió: «¿Por qué me preguntas mi nombre?»
Y le bendijo. Jacob llamó aquel lugar Penuel, diciendo: «He visto a Dios cara a cara y he quedado vivo.»
Mientras atravesaba Penuel salía el sol, y él iba cojeando. Por eso los israelitas, hasta hoy, no comen el tendón de la articulación del muslo, porque Jacob fue herido en dicho tendón del muslo.
(Génesis 32,22-32)
Esto me he encontrado de mañana y aunque no habla de ello, o sí, me ha sugerido la capacidad que tiene el ser humano de enfrentarse a lo que sea, racional e irracional, divino o humano, posible e imposible, y salir airoso contra todo pronóstico.
Leo y copio un comentario interesante de Luis Alonso Schökel:
“Hay una lucha cuerpo a cuerpo, una llave, después un forcejeo de peticiones y preguntas, finalmente, un cambio de nombre y una bendición. Y todo vuelve al misterio. El nombre del lugar, la cojera de Jacob, una prohibición ritual prolonga la historia sin aclararla.
Perpetuamente el hombre se enfrenta y pelea con Dios, y muchas veces es una pelea cuerpo a cuerpo. Con Dios que lo detiene y lo acosa, que lo asalta, que aparece y desaparece de improviso, en formas enigmáticas o desconcertantes por lo sencillas. El hombre lucha por conseguir de ese Dios la bendición para su vida, quizá la bendición prometida en otro encuentro. Y lucha sobre todo para conocer el nombre del desconocido: lo llama «dios», y no basta; lo llama «tú», y sólo se acerca; encuentra un nombre, y se le gasta en el uso. La pregunta por el nombre no dice «¿qué eres?», sino «¿quién eres?».
En tiempos y culturas antiguas esta lucha puede tomar forma mítica o legendaria: el dios tiene figura humana, el héroe tiene proporciones y fuerzas gigantescas; el dios está limitado a un tiempo, el tiempo de las tinieblas, y el hombre lo vence con una artimaña especial y le arranca una concesión. De esto quedan huellas en la narración bíblica, claras o ambiguas.
En una religión más exigente es quizá Dios quien doblega al hombre, aunque se deja retener por éste. Es Dios mismo quien provoca al hombre a la pelea, a la búsqueda insatisfecha, al esfuerzo tenaz: para bendecirle al final. De esto también hay huellas en la presente narración.
En otros tiempos la pelea es por el nombre: el auténtico y limpio, no el que se ha gastado y vaciado con el uso y el abuso humano. Y hay que quedarse a solas y pelear de nuevo con la realidad misteriosa, para escuchar su nombre, fresco, recién pronunciado, por él mismo. Esto sólo está en germen en el texto bíblico.
Dios bendice, pronuncia o calla su nombre; aunque haber oído su palabra en el diálogo ya es descubrimiento de la presencia. Y de la lucha el hombre sale cojeando, el pobre peregrino hacia la tierra prometida.”
(Comentario al Génesis. Los Libros Sagrados. Ed. Cristiandad. Madrid 1970)
Todos los muros, los desiertos, los océanos, incluso las montañas que se nos oponen cuando vamos de camino, pueden ser obstáculos a vencer, o punto final. Pararse y decir “no puedo más y aquí me quedo” no es propio del ser humano. Lo nuestro es seguir, como sea, rodeando, atravesando o destruyendo lo que impida nuestro paso. Somos imparablesssssssssssss.
Vas caminando con un gran peso encima. Hay un momento en que ya no puedes más, porque el peso supera tus fuerzas, pero das un paso más. Y decides dar otro, porque diste el anterior. Y darás otro, y otro,... La derrota es imposible. No digo que sea posible la victoria, digo que es imposible la derrota. Quizás haya un momento en que te derrumbes, porque físicamente ya no puedas dar un paso. Pero no has sido derrotado. Quien da un paso más se transforma y nunca jamás es derrotado. Las murallas de Jericó derribadas por las siete trompetas siempre me pareció una parábola de la decisión inquebrantable del ser humano por vencer cualquier obstáculo. No hay obstáculos que no estén en el corazón.
ResponderEliminarComo no se puede añadir más ni mejor a lo que dice el comentarista anterior, me limitaré a enviarte este vídeo: http://youtu.be/1ax7JYmPDk0
ResponderEliminarBeso.