Casi una hora de misa, y nadie parecía querer marcharse


No sé cuánto tiempo ha durado ese momento, me ha parecido eterno. De pie habría un centenar de personas. El resto sentado. Yo, las manos extendidas, tenía la sensación de estar haciendo algo que me superaba. No, creo que nadie en ese momento estaba pidiendo un milagro. Lo estábamos realizando.
En el coloquio se dijo que Dios está, pero nosotros también. Que no estamos huérfanos si nosotros ocupamos “esa ausencia” y hacemos lo que está en nuestra mano. Y que si funcionamos como él lo hizo, él está con nosotros y nosotros con él. Y junto con todos, también el Abba y el Aire que llena nuestros pulmones y enardece nuestro ánimo.
La unción, en silencio, imponía. La fila no terminaba nunca. La enfermedad está, pero ni nos da miedo, ni nos derrota. Ungidos en la frente y en las manos, nuestras ideas están claras, y nuestras manos dispuestas.
Tras el temblor opaco de las lágrimas,
tras el profundo velo de la sangre,
tras la primera música del día,
no estamos solos, no estamos solos.
Tras la postrera luz de las montañas,
tras el estéril gozo de las horas,
tras el augurio helado del espejo
no estamos solos, no estamos solos.
No, no estamos solos,
nos acompaña en vela
la pura eternidad de cuanto amamos.
No, no estamos solos,
nos acompaña en vela
la pura eternidad de cuanto amamos.
Tras el vacío gris de las ciudades,
tras la violencia cruel que nos invade,
tras esa soledad en la rutina,
no estamos solos, no estamos solos.
Tras un amanecer en la esperanza,
tras un abrazo cálido y sincero,
tras descubrir que el mundo es un gran reto
no estamos solos, no estamos solos.*
Terminé muy cansado, pero feliz. Cantamos con todas las fuerzas y nos despedimos hasta otra.
Ha sido, una vez más, nuestra Pascua del Enfermo.

* Leopoldo Panero, La Estancia vacía (1944)

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